miércoles, 30 de octubre de 2013

Regeneración ética de la cultura

¿Es posible crear una cultura de calidad 
que atraiga al gran público?

                La cultura es uno de los rasgos distintivos de la especie humana. Constituye una síntesis lograda de verdad, bondad y belleza, metas a las que todos aspiramos para ser felices y hacer felices a los demás. Nos capacita para comprender y disfrutar del mundo en que vivimos; también para darle sentido y transformarlo. Y todo ello a través de esa gracia estética que entra suavemente por nuestros sentidos hasta mover el corazón.
                La cultura también puede banalizarse hasta exaltar los aspectos más rastreros del ser humano. El mal no radica en contarlos sino en presentarlos como valores alternativos. Pregunto al lector: Si de las películas que has visto en el último año quitáramos todas las escenas de violencia y sexo, ¿qué quedaría de ellas? ¿Cuántas tienen un argumento sólido que pueda interesar a la gente? ¿Cuántas despiertan en el espectador deseos de imitar al héroe o heroína?  La justificación de los directores de cine (y de los novelistas y de los artistas en general) es que no hay alternativa. “¿Se imagina usted (me respondería el cineasta que, para colmo, vive de subvenciones públicas), se imagina usted la taquilla que conseguiríamos con una película que cuente la historia de un matrimonio fiel que gana el pan de sus hijos con el sudor de su frente? Para atraer al público hay que inventar situaciones extremas, dando un paso más allá de la moralidad comúnmente aceptada”. Con este planteamiento, paso a paso, estamos forjando una sociedad rabiosamente agresiva, sensual, superficial, individualista, consumista…
                ¿De verdad no hay alternativas? ¿Es imposible crear una cultura de calidad que atraiga al gran público y despierte deseos de caminar hacia valores que realmente valen la pena? En la Segunda Jornada Universitas se habló de cultura y de regeneración de la cultura. David Pérez Pastor, un estudiante de informática, escudriñó los valores que laten en uno de los libros más traducidos y vendidos de la historia y cuya versión cinematográfica se hizo merecedora de once Óscar. Me refiero, ya lo intuyen, al Señor de los Anillos, libro de fantasía épica escrito por Tolkien y llevado al cine por Peter Jackson. Allí queda reflejado, con toda su fuerza estética, la lucha dramática entre el bien y del mal; el aislamiento y degradación que producen la avaricia y el poder; la comunidad que solo la amistad generosa y fiel, es capaz de forjar.
                Antonio Barnés, profesor de Literatura, explicó las dos funciones que los griegos esperaban de una buena obra de teatro: mimesis (imitación) y catarsis (renovación). Tras presenciar la Antígona de Sófocles, el espectador abandona la sala convencido que hay leyes no escritas que están por encima de los caprichos del tirano. Una buena lección que veinticinco siglos después animó a algunos alemanes a plantar cara al nazismo. En cualquier época histórica, la buena literatura ha forjado unos arquetipos o modelos antropológicos que ayudan a la superación personal y la convivencia social. Aquiles, Ulises y el resto de los “héroes” homéricos muestran cómo hay que obrar para merecer una fama inmortal. En el tránsito de la Edad Media al Renacimiento, Dante y Petrarca introducen la “donna angelicata”, esa mujer que atrae tanto por su belleza como por su sabiduría y su virtud. Los “caballeros andantes” de la Edad Moderna reavivan virtudes como el honor y la fidelidad a las promesas, o la atención desinteresada hacia los débiles. La conquista de América no se entiende sin este arquetipo. Los errores que se cometieron en ella hubieran sido muchos mayores de haber faltado la buena voluntad de los “caballeros andantes”. 

                Para bien o para mal, la influencia de la cultura es hoy mayor que nunca. Las nuevas tecnologías introducen las obras de moda hasta en la cocina de las casas más humildes. Lo que se echa a faltar son artistas que pongan su talento al servicio de la verdad, la bondad y la belleza. También un público mejor educado, que les exija a ellos tanto como se exige a sí mismo. Espectadores que antes de leer una novela o encaminarse hacia la sala de cine o teatro se pregunten: “¿Qué obra mantendrá en vilo mi atención y me moverá a ser un poco mejor?” 

La Tribuna de Albacete (30/10/2013)