La esencia de la democracia consiste en la
celebración de elecciones periódicas para elegir al partido gobernante y echarlo
fuera al cabo de cuatro años si no lo ha hecho bien. Es imprescindible que
estas elecciones se hagan con las garantías debidas y respeten el principio de
igualdad: todos los votos han de valer lo mismo.
Sabemos
que no es así. El PNV, por el mero hecho de concentrar sus votos en tres
provincias, ha conseguido reiteradamente el triple de votos que IU con un
tercio de los votos. Para conseguir un escaño en la provincia de Barcelona se
necesita más de doble de votos que en la de Lleida en virtud del decreto
electoral “transitorio” de Tarradellas que favoreció a las zonas rurales. Esto
explica que, con menos votos, los partidos independentistas hayan conseguido en
las dos últimas elecciones más escaños que los constitucionalistas.
La
solución a tamaño atropello de la igualdad y la democracia no parece muy
complicada. Bastaría con reformar la Ley Orgánica del Régimen Electoral General
de 1985 (LOREG) para introducir dos principios de obligado acatamiento. Primero,
circunscripción única. La nación para las elecciones generales; la región para
las autonómicas; el municipio para los
locales. Segundo, reparto estrictamente proporcional de los votos, “restos”,
incluidos.
El
problema de una reforma electoral tan sensata es que los grandes beneficiarios (PP,
PSOE, PNV e independentistas catalanes) temen perder sus privilegios. Habría
que convencerles que las tornas pueden cambiar, de hecho están cambiando. Que
lo que les favorece a escala nacional puede perjudicarles a escala regional. Que
los cálculos electoralistas no son de recibo cuando está en juego la esencia de
la democracia, la igualdad de los ciudadanos y la unidad de España. La seriedad de un Estado se demuestra en la
capacidad para concertar pactos de estado. Este habría de ser el primero.
La Tribuna de Albacete (29/01/2018)