La semana pasada el INE publicó
el informe demográfico de 2018. ¡Desolador! El número de nacimientos cayó un
6,1%, cifra que sumada a las de la década precedente nos lleva al -40,7%. Por
cuarto año consecutivo han nacido menos personas de las que murieron. Disminuye
la proporción de mujeres en edad de ser madres y el número de hijos por mujer. 2,1
hijos por mujer es la tasa de fertilidad que asegura estabilidad en la
población. La europea ha caído a 1,6. La española a 1,25, la menor del mundo.
Son
muchas las fuerzas que confluyen a un panorama tan desolador. La más
importante, y a la que menos importancia se le otorga, es la rampante cultura
de la comodidad e irresponsabilidad que rehúye todo compromiso duradero. La
familia y los hijos son precisamente eso: un compromiso duradero.
Siempre
que oigo lamentaciones sobre problemas demográficos y educativos viene a mi
mente esta frase de C.S. Lewis en su libro La
abolición del hombre. “Con una especie de terrible simplicidad extirpamos
el órgano y exigimos la función. Educamos personas sin voluntad y esperamos de
ellas virtud e iniciativa. Nos reímos del honor y nos extrañamos de ver
traidores entre nosotros. Castramos y exigimos a los castrados que sean
fecundos”.
La
familia tradicional no tiene buena prensa; se la considera una más de las
formas de convivencia íntima; y son muchos los que profetizan y promueven su
extinción. Pero no nos engañemos, la familia es la única solución al problema
demográfico y a esas ausencias educativas que luego se manifiestan en manadas,
maltratadores o adiciones de todo tipo. Si quieres abolir al ser humano, empieza por erosionar a la familia.