No hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón
El domingo
27 de abril la Iglesia canonizó a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Los contrastes
entre ambas personalidades destacan más que los parecidos. El primero latino,
el segundo eslavo. El primero no salió de Roma durante su breve pontificado, el
segundo realizó 104 viajes internacionales en el segundo pontificado más largo
de la historia… y así sucesivamente. Buscando un factor común el Papa Francisco
habló de dos “hombres valerosos que no se abrumaron frente a las tragedias del
siglo XX”. Escapando del pesimismo reinante en la iglesia y en la sociedad, los
dos pontífices lanzaron a los cuatro vientos un mensaje de paz, cimentado en el
respeto a los derechos humanos y transmitido de generación en generación a
través de la familia. Francisco definió a Juan Pablo II como el “Papá de la
familia” que es, precisamente, el lugar donde se cultivan las virtudes que facilitan
la paz duradera.
La encíclica
fundamental de Juan XXIII lleva por título: Pacem
in Terris y por subtítulo: “Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de
fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. Para entender la encíclica a fondo hay que retrotraerse
al año de su publicación (1963). La Guerra Fría, reflejada en el muro de
Berlín, parecía hervir. Crisis de los misiles en Cuba que a punto estuvo de prender
un conflicto nuclear entre la URSS y los EE.UU. Guerra de Vietnam que cada día
llevaba a la pequeña pantalla el conflicto entre las dos superpotencias. Con la
sencillez que le caracterizaba, Juan XXIII urgió que se frenara la carrera
armamentista y desmontar el arsenal atómico que ya por entonces podía destruir cualquier país en 24 horas. John F. Kennedy, Nikita
Kruschef y U. Than (presidente de la ONU) manifestaron al momento su deseo de trabajar en esa dirección. ¡Algo
es algo!
Cuatro años
después, Pablo VI escribe la Encíclica Populorum
Progressio. "El progreso socioeconómico, explica el Pontífice, es el nuevo
nombre de la paz”. Está no puede florecer en un mundo donde la brecha entre
países ricos y pobres continúa agrandándose. Los políticos y economistas de
occidente deben poner en marcha mecanismos de desarrollo en el Tercer Mundo
antes de que sus habitantes, aguijoneados por el hambre, se abalancen sobre
nosotros. Las noticias diarias sobre personas encaramadas en las vallas de
Ceuta y Melilla o de las pateras atracadas en las costas de Canarias o
Lampedusa, dan valor profético a sus advertencias.
Juan Pablo
había sufrido en carne propia los horrores de la guerra y de la represión política. Primero bajo las
botas de los nazis que invadieron Polonia en 1939. Después de los comunistas
que sojuzgaron su país hasta la caída del muro de Berlín en 1989. Su
contribución a la caída de ese muro es impagable. Las palabras más emotivas del
pontífice polaco acostumbraban a oírse en los mensajes anuales del Día Mundial
de la Paz y en las audiencias al Consejo Pontificio de Justicia y Paz. En los
innumerables mensajes a las familias recordó que el espíritu la paz se aprende
en familias enraizadas en el amor, que es algo más serio y firme que los
caprichos pasajeros del sentimiento.
“La
guerra es siempre una derrota de la humanidad” dijo el Papa polaco en cierta ocasión y
volvería a repetir hoy ante la crisis de Ucrania. “No hay paz sin justicia, ni
hay justicia sin perdón” repetiría hoy a los españoles que, sesenta años
después, todavía no han superado el síndrome de la Guerra Civil. Un bando pretende
exhumar a sus muertos al tiempo que entierran la Ley de Amnistía Política de
1977, ejemplo donde los haya de la capacidad de concordia del ser humano. Otro
bando se resiste a perdonar a los asesinos etarras incluso después de haber cumplido
la parte de la condena prescrita por la ley. A unos y otros les recordaría que
la justicia y la misericordia son elementos diferentes pero que juntos
constituyen la mejor argamasa para la paz duradera.
La Tribuna de Albacete (30/04/2014)