De entre las felicitaciones recibidas este año me quedo
con esta. “No puede desearte ‘Felices Fiestas’, las tenemos prohibidas. Pero sí
puedo desearte ‘Feliz Navidad’. Ojalá y sea tan auténtica y feliz como la
primera”.
¿Y qué es la Navidad? En el inicio de su Evangelio, Juan manifiesta
su desconcierto ante la primera Navidad: “Vino a su casa y los suyos no lo recibieron”. El mundo estaba en
tinieblas, prosigue el evangelista; Dios, que es la luz, vino a iluminar el
mundo, pero este prefirió seguir sumergido en las tinieblas. Esta conducta no
nos sorprenderá tanto si nos conociéramos a nosotros mismos y supiéramos algo de historia.
Demuestra lo poco racionales que podemos llegar a ser los humanos. Deseando lo
mejor, somos capaces de acomodarnos en una estancia oscura donde se acumula la
suciedad y trastos con los que tropezamos continuamente. El resultado es una insatisfacción personal profunda
y unos conflictos interminables. Los países pobres se desangran en guerras, los
parlamentos de los países ricos más parecen un circo de fieras, hasta las
familias (santuarios del amor libre) se profanan por discordias y violencia.
Afortunadamente la historia no
acaba así. Juan la concluyó con estas palabras: “Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios”. La
Navidad no cambia el mundo de la noche a la mañana. Simplemente facilita esa
transformación personal que ha de durar toda la vida. Cristo Ilumina la verdad
sobre el hombre y el mundo. La dignidad personal, desde la concepción a la
muerte natural, se funda en que es hijo de Dios. Mi respeto y solicitud con el
prójimo se funda en los lazos fraternales que me unen con él. ¡He aquí el misterio
y el tesoro de la Navidad!