Uno de los
mejores legados de la Ilustración (siglos XVII y XVIII) fue el Estado democrático
de Derecho. Necesitamos de un Estado que proteja nuestros derechos y libertades.
Y necesitamos protegernos de ese Estado que, tras monopolizar la mayoría de los
poderes, puede cometer los peores abusos. Para conseguirlo, Montesquieu ideó la
separación de los poderes. El poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder
judicial deben ser independientes con el fin de contrarrestarse mutuamente.
¡Sabio mensaje!
El poder es
como un gas: tiende a dilatarse y evadir todos los límites. En la
“partitocracia” moderna, el partido ganador elige el Gobierno cuyas propuestas
se convertirán en leyes gracias a su mayoría parlamentaria. El poder judicial
difícilmente logrará conservar su independencia cuando los miembros del Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ), los magistrados del Tribunal Constitucional,
el Presidente del Tribunal Supremo y el Fiscal General son nombrados, directa o
indirectamente, por el Gobierno. O por los pactos y cambalaches entre los dos partidos
mayoritarios necesarios para sortear las mayorías exigidas por la Constitución.
Peor todavía, si el Gobierno puede puentear las sentencias decretando el
indulto de los condenados.
Recuperar la
separación entre los poderes legislativo y ejecutivo se me antoja difícil. Me
conformo con que existan elecciones libres donde “todos los votos tengan el
mismo peso”. Recuperar la independencia del poder judicial, sí resulta factible.
Bastaría con elegir a quienes han de ocupar esos puestos, por “sorteo” entre
los magistrados que reúnan los requisitos legales.
Si queremos
asegurar la sostenibilidad de un Estado democrático de Derecho hemos de recuperar
la separación de poderes introduciendo en la Constitución de 1978 las dos
expresiones entrecomilladas. La experiencia de estos cuarenta años de democracia
constitucional y el bochorno de la semana pasada a cuenta del presidente del
CGPJ, lo piden a gritos.
La Tribuna de Albacete (26/11/2018)