domingo, 25 de noviembre de 2018

Constitución y separación de poderes


Uno de los mejores legados de la Ilustración (siglos XVII y XVIII) fue el Estado democrático de Derecho. Necesitamos de un Estado que proteja nuestros derechos y libertades. Y necesitamos protegernos de ese Estado que, tras monopolizar la mayoría de los poderes, puede cometer los peores abusos. Para conseguirlo, Montesquieu ideó la separación de los poderes. El poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder judicial deben ser independientes con el fin de contrarrestarse mutuamente. ¡Sabio mensaje!
El poder es como un gas: tiende a dilatarse y evadir todos los límites. En la “partitocracia” moderna, el partido ganador elige el Gobierno cuyas propuestas se convertirán en leyes gracias a su mayoría parlamentaria. El poder judicial difícilmente logrará conservar su independencia cuando los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), los magistrados del Tribunal Constitucional, el Presidente del Tribunal Supremo y el Fiscal General son nombrados, directa o indirectamente, por el Gobierno. O por los pactos y cambalaches entre los dos partidos mayoritarios necesarios para sortear las mayorías exigidas por la Constitución. Peor todavía, si el Gobierno puede puentear las sentencias decretando el indulto de los condenados.
Recuperar la separación entre los poderes legislativo y ejecutivo se me antoja difícil. Me conformo con que existan elecciones libres donde “todos los votos tengan el mismo peso”. Recuperar la independencia del poder judicial, sí resulta factible. Bastaría con elegir a quienes han de ocupar esos puestos, por “sorteo” entre los magistrados que reúnan los requisitos legales.  
Si queremos asegurar la sostenibilidad de un Estado democrático de Derecho hemos de recuperar la separación de poderes introduciendo en la Constitución de 1978 las dos expresiones entrecomilladas. La experiencia de estos cuarenta años de democracia constitucional y el bochorno de la semana pasada a cuenta del presidente del CGPJ, lo piden a gritos.

La Tribuna de Albacete (26/11/2018)

domingo, 18 de noviembre de 2018

Democracia simple versus democracia constitucional


      El 40 aniversario de la Constitución española, nos invita a reflexionar sobre el papel de las constituciones y, en particular, el que ha jugado la ley fundamental española de 1978. El primer punto a considerar es la relación entre constitución y democracia.
      Todos queremos y defendemos la democracia. ¿Pero a qué tipo de democracia nos referimos? ¿La democracia simplista y formal de la “mitad más uno”? ¿O la democracia constitucional que exige mayorías cualificadas para aprobar las instituciones básicas y para reformarlas? Ese “uno” sería se me antoja presa fácil de los grupos de intereses. Podría convertirse en un dictador que nos explotara o nos volviera locos con sus continuos cambios de rumbo. La democracia constitucional es una democracia con fundamentos. Nos obliga a respetar nuestros compromisos de largo plazo. La capacidad de asumir esos compromisos, dice mucho y bien de una sociedad.
        La Constitución española de 1978, por poner un ejemplo, optó por una monarquía parlamentaria y una organización territorial basada en la autonomía de las Comunidades que integran el Estado. No excluye ni a los partidos republicanos ni a los independentistas. Simplemente les recuerda que para conseguir sus objetivos finales deben empezar por reformar la Constitución de 1978 siguiendo los pasos allí indicados. Otro tanto les recuerda a quienes preferirían una monarquía tradicional y centralizada. 
          El lastre es una parte esencial de cualquier embarcación. Los marineros que, en aras de la libertad de movimientos, prescindan del mismo pronto quedarán a merced de las olas. La Constitución es el lastre necesario para garantizar la estabilidad del sistema democrático. Lo defiende contra las veleidades de los políticos de turno. Les obliga a pensar más despacio sus pretensiones y a modularlas para asegurar el necesario consenso que se requiere para la reforma constitucional.  
La Tribuna de Albacete (19/11/2018)

lunes, 12 de noviembre de 2018

Don Ciriaco



Para entender a un obispo nada fácil que leer el lema de su escudo episcopal. El de Don Ciriaco reza así: Evangelizare Regnum Dei. Soy testigo de que en los doce años que ha servido en la diócesis de Albacete, no ha cesado de sembrar, a diestra y siniestra, la semilla del Reino de Dios, que en eso consiste la evangelización.
Mi primer encuentro con D. Ciriaco se remonta al 2012. Un grupo de profesores y estudiantes de la UCLM organizamos el foro “Universitas” que trata de llegar al fondo de los problemas socioculturales y a soluciones éticamente aceptables. Tras fijar la fecha de la primera sesión, alguien me informó del interés de D. Ciriaco por asistir. “¿Pero cómo puede un obispo participar de oyente?”, solté yo. Acordamos que dirigiera la segunda sesión sobre “Ciencia y creencia”. La cerró con una frase de Ortega y Gasset: “El conocimiento científico es exacto, pero incompleto y penúltimo”. No la he olvidado.
A raíz de esta conferencia nacieron los “Encuentros anuales del Sr. Obispo con el mundo de la cultura”. Por supuesto, la preocupación pastoral de D. Ciriaco se extiende a otros muchos campos. Cenando con un matrimonio amigo, sus hijos adolescentes no cesaban de despotricar contra los curas. “Con sermones y rezos no se arregla nada” sentenciaron. En lugar de pelearse con ellos, les invitó a acompañarle en su próximo viaje al Magreb (era el Presidente de la Comisión Episcopal de Migraciones) o a la inauguración de algún economato de Cáritas. En petit comité apostilló: “Estos jóvenes no se percatan de la importancia de la oración. Yo sí y por eso voy asiduamente al convento de las Carmelitas y les pido que recen por ellos. Sólo Dios puede ablandar los corazones para que la semilla dé el ciento por uno”. 
Muchas gracias, D. Ciriaco, por habernos evangelizado durante doce años con su voz, grave y serena. Con esos gestos sencillos que transmiten la cercanía, el compromiso y la alegría del Evangelio. 
La Tribuna de Albacete (12/11/2018)

lunes, 5 de noviembre de 2018

Un mundo feliz



Los parlamentos del mundo avanzado empiezan a colapsarse por tantas leyes de ingeniería social que asumen. Mientras revisaba los últimos proyectos legislativos de nuestro país, me preguntaba: ¿Dónde he visto yo esta película? Al final caí en la cuenta que no era una película sino una novela escrita en 1931 por Aldous Huxley: “Un Mundo Feliz”. Cuatro son las columnas sobre las que descansa el nuevo mundo.
Eugenesia. El libro empieza con un paseo por el laboratorio de la vida donde nacían los seres humanos agrupados en clases o castas. Los alfa eran blancos, listos y guapos; nacidos para mandar. Los épsilon realizaban los trabajos más sucios y, sorprendentemente, sus genes estaban programados para que disfrutaran en esas tareas.  Como no podía ser menos, en los experimentos eugenésicos había que desechar muchos embriones; también niños. Pero, ¿a quién importaban semejantes nimiedades? 
Educación como propaganda y sugestión. La clonación de los individuos de cada casta hacía más fácil el control de la sociedad. El estado completaba el control a través de un sistema educativo basado en la propaganda y la sugestión (hipnopedia, consignas repetidas mientras los niños dormían en la escuela-hogar). En su tarea educativa, el estado no admitía competidores. La familia y la iglesia fueron las primeras instituciones proscritas. Por lo visto saber, que tienes una familia que te quiere como eres y te anima a ser mejor, era un factor desestabilizador. Todavía más peligrosa era la religión y por eso, y para no dejar huecos en el paisaje, decidieron amputar todas las cruces. Desde entonces la gente realizaba la señal de la “T” en vez de la señal de la cruz.  
Droga. ¿Y si alguien alguna vez se sentía triste o desmotivado? Para eso estaba la droga (soma). El sexo era la droga más barata y la más socorrida; podía practicarse a todas horas y con todos/as. En las guarderías se enseñaban juegos sexuales desde los siete años. Si un niño sentía vergüenza, era rápidamente derivado al psicólogo.
Eutanasia. En el Mundo Feliz de Huxley nadie moría de viejo. Y nadie se acordaba de esos ancianos feos y doloridos que podían dar una nota discordante y consumir recursos públicos. Con transfusiones de sangre joven, todos se mantenían atractivos hasta los setenta años. El día que los cumplían, eran “invitados” a un hotel de lujo, tomaban una pastilla y… ¡PLAS!, se acabó la pesadilla del mundo feliz.
 La Tribuna de Albacete (5/11/2018)