lunes, 30 de noviembre de 2020

Libertad y fisco

             El Gobierno (PSOE-UP) con sus aliados separatistas y comunistas se han confabulado para obligar a la Comunidad de Madrid a reactivar el impuesto sobre el patrimonio y sucesiones. Renunciando al cobro del impuesto, arguyen, Madrid compite deslealmente con el resto de comunidades autónomas. La noticia nos suministra un buen caso de estudio para confrontar el intervencionismo y el liberalismo. También para constatar el vuelco de las instituciones. El Parlamento nació para controlar al “fisco”, al poder impositivo del Estado. Vemos ahora como algunos pretenden utilizar al parlamento para obligar a los gobiernos subcentrales a aumentar gastos e impuestos. El fisco ya no es un poder, tan necesario como peligroso, que deba ser objeto de control. Es un bienhechor que hay que mimar.

               Antes de entrar en el tema que nos ocupa conviene aclarar que el impuesto sobre patrimonio-sucesiones difícilmente puede utilizarse como cebo para atraer empresas. En la mayoría de países de nuestro entorno este tipo de tributos o no existe o representa una proporción exigua de la recaudación fiscal. Además, no recae sobre las sociedades sino sobre las personas físicas.

El éxito de la economía madrileña en las últimas décadas habrá que explicarlo por otros motivos. Tras largos siglos de letargo económico, como capital de un estado intervencionista, Madrid logró despegar cuando tuvo la oportunidad de dar cuerda a la iniciativa privada. Una acertada combinación entre iniciativa privada y pública ha redundado en mejores y más baratos servicios públicos, incluyendo la educación y la sanidad. El crecimiento de la renta, a su vez, ha permitido reducir la presión fiscal estimulando el trabajo, el ahorro y la inversión. En la economía abundan este tipo de círculos virtuosos; también los viciosos.

               Algún lector objetará que el modelo madrileño ha alentado la corrupción política. No le falta razón. Solo matizaré que la corrupción política está directamente relacionada con los recursos fiscales que los políticos manejan discrecionalmente y con el tiempo que permanecen en el poder. Otra razón de peso para defender el liberalismo frente al intervencionismo. Hay que limitar el mandato de los políticos, obligarles a devolver todo lo robado y exigirles algún tipo de responsabilidad económica si se acreditara el despilfarro del dinero de los contribuyentes. 
La Tribuna de Albacete (29/12/2020)

lunes, 23 de noviembre de 2020

Sabiduría liberal

 

La semana pasada se aprobó la octava ley general de Educación en cuarenta años. ¡Bochornoso!, es el calificativo más suave que se me ocurre para describir la forma como se gestó y alumbró ese texto con fecha de caducidad. No menos crispado es el debate sobre el resto de proyectos con incidencia en valores personales e identidades de grupo que el Estado trata de imponer desde arriba.

Algunos solucionan todos los problemas con diálogo. ¡Ingenuos!, es el calificativo más suave que se me ocurre. El diálogo es una pieza clave en la construcción de cualquier comunidad. Pero sí ya resulta complicado en el seno de una familia y de un partido político, ¿cómo vamos a esperar que aúne a la entera comunidad nacional tras un Estado partidista por naturaleza?

La sabiduría liberal arranca de una antropología más realista y simple, descarnada dirán algunos. Mientras el hombre siga siendo hombre, lo máximo a lo que podemos aspirar es a conseguir acuerdos nacionales e internacionales de mínimos. El Estado resulta indispensable para facilitar tales acuerdos, plasmarlos en una Constitución y asegurar su cumplimiento. Casi todo lo que pase de ahí sobra y habrá de mirarse con suspicacia. Los políticos son hombres como nosotros, no ángeles que sacrifican sus intereses personales y partidistas por el interés general.

                 La sabiduría liberal bebe de la experiencia de siglos. Deja que hombres y mujeres organicen libremente sus vidas personales y familiares, amén de las asociaciones en las que se integran voluntariamente. A quienes desean un Estado que organice y uniformice sus vidas desde la cuna a la sepultura y desde la alimentación, a la información y la educación, les recomienda juntarse en una isla o un continente. Un lugar que sea fácil cerrar para evitar que los camaradas escapen del paraíso comunista.

La Tribuna de Albacete (23/11/2020)

domingo, 15 de noviembre de 2020

La guerra de la sanidad

Quería escribir un artículo sobre “la sanidad en tiempos de guerra” y, sin querer, lo he titulado “la guerra de la sanidad”. Qué le vamos a hacer, es lo que hay. El Estado español puede y debe centralizar las competencias sanitarias mientras se libra la guerra contra el coronavirus. Problemas globales reclaman soluciones globales. Estas han de venir de la OMS y ser apuntaladas por cada uno de los 200 estados del mundo. La razón: es en el territorio nacional donde la movilidad personal es máxima.  

El Estado español es el último responsable del control de la pandemia en España. Ello no significa que las medidas hayan de aplicarse a toda España ni que la gestión directa corresponda a la clase política. Lo suyo es que las propuestas emanen de un Comité de Crisis compuesto básicamente de epidemiólogos. Añádase algún economista que ponga sobre la mesa las consecuencias económicas de las medidas propuestas por los sanitarios.

                La clave de una buena gestión estriba en que quien tome las decisiones asuma las consecuencias y responsabilidades. Me temo que quienes defienden la vuelta al confinamiento total, son políticos o funcionarios que siguen cobrando lo mismo, aunque no trabajen o hagan unas gestiones mínimas por teletrabajo. Un cuarto de la población no tiene esa suerte y cuando la pandemia esté controlada podría ocurrir que no encontrara su antigua empresa. Aun a riesgo de ser defenestrado por mis compañeros de universidad o mi propia familia, propongo que, en caso de un confinamiento total, los políticos, funcionarios y demás personas que dependemos del erario público suframos un recorte salarial del 25%. Serviría para aliviar a los que pierden todos sus ingresos. También para que antes de repetir una decisión de tal calibre, los expertos y políticos se aseguren de su absoluta necesidad.

La Tribuna de Albacete (16/11/2020)

domingo, 8 de noviembre de 2020

¿Miedo al pluralismo?

El primer epígrafe de mi curso de Introducción a la Economía estudia “las necesidades humanas, los bienes para satisfacerlas y las formas de organizar su prestación”. La educación me brinda un buen ejemplo.  ̶ “Supongo, digo a mis alumnos, que todos estaréis de acuerdo en que la educación básica ha de ser universal y gratuita, y que los centros educativos han de procurar el máximo de calidad y de neutralidad ideológica. Enseñanza gratuita, de calidad y pluralista. ¿Añadiríais algo más?” Rápidamente se levantan varias manos para rematar: “… y pública”. Yo aprovecho para meter el dedo en la llaga: “¿Y si se comprueba que la competencia entre centros públicos y privados estimula la calidad educativa tal y como ocurre en el resto de los sectores? ¿Y si se demuestra que la diversidad de ofertas educativas es la mejor salvaguarda del pluralismo ideológico y político, tal y como ocurre en los medios de comunicación?”

Los políticos miedosos y totalitarios aspiran al monopolio de la educación. Es la manera de proteger su parcela de poder al tiempo que colonizan el sistema de valores de sus futuros votantes. Los políticos que de verdad valoran el pluralismo procuran la diversidad de centros docentes con solo dos condiciones: que justifiquen unos resultados académicos satisfactorios y que respeten los derechos fundamentales de la persona. Esa misma preocupación debiera estar presente en los colegios públicos. Si las autoridades que los gobiernan consideraran oportuno introducir una asignatura de valores, debieran acompañarla de alternativas y respetar escrupulosamente la libertad a los padres para elegir el tipo de valores que desean para sus hijos.

              Detrás de la Ley Celáa (LOMLOE) se aprecia una adicción al poder monopolista y un miedo enfermizo al pluralismo. Afortunadamente, es difícil construir instituciones perdurables con la argamasa del miedo y machacando la libertad. Como viene ocurriendo desde la LOGSE de 1990, no durarán más de 4 años. ¿Por ventura puede alguien poner puertas al mar?    
La Tribuna de Albacete (9/11/2020)

lunes, 2 de noviembre de 2020

Democracia en América

            En 1835 Alexis de Tocqueville escribió “Democracia en América”.  Un clásico de la literatura política y sociológica. El autor destaca el sustrato favorable suministrado por los valores admirados por la sociedad americana: la libertad religiosa, de educación y de expresión en lo social, la iniciativa privada en lo económico y el amor por la democracia y la patria en lo político. Suficientes para armar una Constitución donde el Estado era el primer obligado en respetar las libertades personales. Y así fue, con la ignominiosa excepción de la esclavitud.  Nada que ver con el confesionalismo de Inglaterra ni con el laicismo liberticida de su país natal, Francia. 

           ¿Qué conclusiones podemos sacar 185 años después de la obra de Tocqueville y 233 después de la Constitución americana? Ante todo, una profunda admiración por su estabilidad democrática. Desde que George Washington firmó el cargo como primer Presidente de los EE.UU. ha habido elecciones cada cuatro año, el primer martes después del primer domingo de noviembre. Vergüenza para nosotros, los españoles que en cuatro años hemos debido tenido cuatro elecciones generales.

       Para asegurar esta estabilidad política los americanos diseñaron un sistema de contrapesos de poderes. A resaltar la independencia judicial en cuya cúspide se asienta el Tribunal Constitucional. También un sistema federal que da voz y voto, en sus respectivas esferas competenciales, a cada uno de los 50 estados federados.

No menos importante para la estabilidad es una ley electoral que apuesta claramente por el bipartidismo. Las diferencias entre grupos de izquierda y grupos de derecha se liman antes de la gran cita electoral de noviembre El partido que consiga la mayoría tendrá cuatro años para ejecutar su programa. Pasado ese tiempo los ciudadanos le juzgarán por lo que haya hecho y dejado de hacer. Los líderes de cada partido saben que para ganar las elecciones hay que atraer a los ciudadanos normales y corrientes que pueblan el centro político. No les queda más remedio que ofrecer un programa sensato que salvaguarde los grandes valores de la sociedad americana ya enunciados.  Si un presidente se porta tan mal tan mal que merece la expulsión ("impeachment"), le sucederá el vicepresidente (de su propio partido).

              Mañana tendremos el veredicto sobre los cuatro años de la Administración Trump. Ninguno de los candidatos lo celebrará antes de tiempo. Otro de los rasgos de la democracia americana es que hay una masa flotante de electores que decide en el último momento. Lo único que no soporta son las mentiras. 
La Tribuna de Albacete (02/10/2020)