domingo, 21 de febrero de 2021

El bitcoin

                 La semana pasada el bitcoin alcanzó un nuevo máximo histórico: 56.213 dólares estadounidenses. Cuando en 2010 se lanzó el primer bitcoin apenas cotizó a 0,35$. No empezaron a demandarse y revalorizarse hasta 2017. En el 2018 el precio se triplicó aunque pronto sufriría una severa corrección. Desde finales de 2020 ha experimentado un ascenso trepidante que lo ha convertido en una de las mejores inversiones de la historia.

                Las criptomonedas, el bitcoin es la más importante, cumplen la función del oro en el siglo XXI. La gente necesita un refugio seguro para sus ahorros, un instrumento que sea difícil de manipular. Los bancos centrales pueden multiplicar los dólares o bolívares bajo la presión de los gobiernos generando una hiperinflación. Nadie ha conseguido multiplicar el oro. Tampoco podrá hacerlo con las criptomonedas, aunque personalmente temo más a los hackers informáticos que a los alquimistas.

                La segunda función del dinero es que sea útil como medio de pago. Aquí las ventajas del bitcoin sobre el oro, e incluso sobre las monedas fiduciarias, son evidentes. Una transferencia intercontinental se realiza en un click, a coste cero y sin los interminables controles burocráticos. Esta opacidad no gusta a los políticos.

                Los economistas temen su extrema volatilidad. Ante una oferta fija (se aproxima progresivamente a 21 millones de monedas virtuales) el precio de mercado dependerá de la imprevisible evolución de la demanda. Esto convierte al bitcoin en un instrumento de especulación. A título individual uno puede ganar mucho (o perder mucho) acumulando monedas virtuales. La sociedad, en cambio, no será más rica aunque el bitcoin siga revalorizándose al ritmo del último mes (80%). Se empobrecerá, de hecho, si desvía parte de su renta anual de la inversión productiva a las apuestas especulativas.

La Tribuna de Albacete (22/02/2021)

domingo, 14 de febrero de 2021

El telar de Penélope

 

Penélope era la esposa del rey Odiseo o Ulises al que se daba por muerto en combate. Para calmar a los pretendientes, suplicó que le dejaran acabar el telar fúnebre. Veinte años los mantuvo entretenidos pues lo que tejía durante el día lo deshilaba por la noche. El mito de Penélope me recuerda la realidad política de nuestros tiempos. Parece que el mejor político es el que más legisla, aunque para conseguirlo haya de empezar por derogar la legislación de su predecesor.

              Temeroso de no conseguir la mayoría parlamentaria, Obama aprobó el Acuerdo del Clima de Paris (2015) mediante una orden ejecutiva. Trump la derogó a mes de llegar a la Casa Blanca. Biden lo ha vuelto a restaurar el primer día de su mandato. En su primera semana en la Casa Blanca, Biden ha desmantelado el legado de Trump con 50 ordenes ejecutivas.

              También el Gobierno de España presume de ser un buen gobierno porque no para de sustituir unas leyes por otras. Su instrumento preferido es el decreto-ley que se elabora y aprueba en Moncloa. Como no estamos en una república presidencialista sino en una monarquía parlamentaria, la norma deberá convalidarse en el congreso por vía de urgencia. Por esta vía el Gobierno consigue obviar el debate social, saltarse los informes del Consejo de Estado o la Comisión de Bioética y reducir el debate parlamentario a la mínima expresión. Mal que nos pese, la medida más eficaz para combatir estas tropelías es que la oposición haga lo mismo. Que nada más llegar al Gobierno, derogue la ley Celaá de educación, la ley Carcedo de eutanasia y la ley trans de Irene Montero. Es última todavía no está aprobada. UP espera tranquila el día que el PSOE requiera sus votos para otro quehacer.   

              Dirá el lector, ¿pero qué sentido tiene este proceso de tejer y destejer? -Ninguno. ¡Ojalá aprendiéramos que el mejor gobierno no es el que más teje sino el que estimula la iniciativa privada respetuosa de los derechos humanos. El gobierno que da ejemplo de respetar esos derechos y si alguna ley se adentra en ese terreno necesitará mayoría supercualificada para ser aprobada y derogada.

La Tribuna de Albacete (15/02/2021)

domingo, 7 de febrero de 2021

Cambio de sexo

 

Ya lo he dicho alguna vez. La ideología de género es el mayor atentado contra la inteligencia y la ciencia, el sentido común y la libertad. Hoy añadiré algo más. Tan absurdos son los postulados y prácticas de la ideología de género que acabarán fagocitando a los partidos que los predican. Se evaporarán cuando los ciudadanos, antes de depositar su voto, se tomen unos minutos para examinar esas normas a la luz de su conciencia personal, el sentido común y el rigor científico.

La semana pasada, sin ir más lejos, se filtró la propuesta del Ministerio de Igualdad sobre la “Ley Trans”. Avanzo un resumen; huelgan los comentarios. Cualquier adolescente mayor de 16 años podrá exigir al Registro Civil un cambio de sexo. No hará falta ningún informe médico o psicológico. Tampoco el consentimiento paterno, aunque los representantes legales sí pueden autorizar el cambio de sexo a niños de 12 a 16 años. Queda suprimido, el requisito de dos años de espera. Será el propio individuo (si así lo desea) quien exija a la sanidad pública los tratamientos adecuados para acomodar su aspecto físico al nuevo sexo.

Lo absurdo de una ley se aprecia en las distorsiones que genera. Los organismos internacionales ya han advertido del fin del deporte femenino cuando quienes suban al podio sean hombres que se sienten mujeres. La inseguridad jurídica devendrá insoportable. ¿Dejaremos a alguien cambiar de sexo al ritmo de su estado de ánimo? ¿Podrá un señor entrar en el vestuario femenino enseñando su DNI rectificado? ¿Será de aplicación el agravante “machista” cuando el marido celoso se cambia de sexo antes de maltratar a su esposa?

Estos hechos son más que anécdotas. Evidencian la insensatez y los peligros que derivan de dar la espalda a la realidad y a la ley natural.

La Tribuna de Albacete (8/02/2021)

lunes, 1 de febrero de 2021

Todos contra la ley natural

 

En las últimas semanas he roto varias lanza a favor del liberalismo. Ante la imposibilidad de ponernos de acuerdo sobre los valores que deben transmitirse en la educación, las expresiones culturales que conviene apoyar o la mejor forma de organización socioeconómica, dejemos libertad para que cada persona y grupo se organice como mejor le parezca. La conditio sine qua non, es que todos y cada uno, empezando por el Estado, respetemos la ley natural. Se llama así, precisamente, porque es la más adecuada a la naturaleza humana, garantía del desarrollo personal y cemento de la paz social. Los códigos morales de todas las épocas y latitudes han refrendado esa ley natural ya sea en forma de prohibiciones (“no matarás, no robarás, no mentirás”), de derechos (vida, la libertad, la igualdad y la seguridad jurídica), o de instituciones (familia educadora y empresa inversora).

                La negación de la ley natural y el ataque a las instituciones que la protegen constituye una de las mayores amenazas de nuestros días. Obrando así, dinamitamos la base de nuestra civilización y el referente al que mirar. Desaparecen los límites científicos y morales, que encauzan la libertad individual. “Es cierto y bueno porque lo digo yo, punto”. En caso de conflicto prevalecerá la verdad y la moral del más fuerte o pillo, es decir, el que ha sido capaz de aglutinar el 51% de los votos. El Estado democrático de Derecho, buque insignia de la civilización occidental, sufre una tensión tan innecesaria como peligrosa. ¿Hasta cuándo resistirá? ¿Qué vendrá después?

             Por alguna extraña razón que se me escapa, la gente presume de liberarse de la ley natural. Ignoran que derribando la media docena de columnas que la configuran, el templo de la civilización les caerá encima. Pese a todo, veo motivos para la esperanza. Tratándose de leyese instituciones naturales, resulta muy difícil acabar con ellas. La mayoría sensata despertará de su letargo antes de ser aplastada.

           La Tribuna de Albacete (01/02/2021)