En 1961 R. Peackock y J. Wiseman escribieron “El
crecimiento del gasto público en el Reino Unido”. La tesis defendida en el
libro es que en todos los países y épocas ha existido una demanda
latente de más gasto público pues las necesidades sociales son ilimitadas y las
de los políticos también. El único freno efectivo es el temor a la sublevación
de los ciudadanos-contribuyentes. Esta resistencia se relajaba en tiempos de
guerra, único momento donde se permitía un déficit importante financiado con
deuda pública. Una parte de esta deuda era monetizada y resultaba en inflación,
el más injusto de los impuestos. El resto se financiaba con aumentos de los
tipos impositivos que, ahora sí, parecían justificados e inevitables. Por esta
vía, la presión fiscal fue escalando del 10% del PIB al 20, 30, 40%... ¡Y ya nunca
bajó! Los políticos pronto encontraron nuevos motivos para gastar y cautivar el
voto de los beneficiarios. Los funcionarios, por su parte, se encargaron de
mantener sus puestos, aunque desapareciera la necesidad que en algún momento
los justificó.
A efectos presupuestarios, la pandemia
del coronavirus equivale a la tercera guerra mundial. En algunos países el gasto público, habrá de
duplicarse para atender las nuevas necesidades sanitarias y sociales. Para eso tenemos
al Estado, dicen, y no les falta razón. El problema no está en el hoy, sino en
el mañana y, sobre todo, el pasado mañana. ¿Podrá aumentarse el gasto público
en unos países que ya parten de unos niveles prohibitivos de presión fiscal (más
del 40%) y endeudamiento (más del 100%)? ¿Y cómo diseñar la estrategia para que
la respuesta intervencionista a una situación excepcional no se convierta en
permanente? Mi temor es que dentro de unos años un tercio de la población
española esté atrapado en una maraña de subsidios y que otro tercio sean los funcionarios
que gestionan una economía de subsistencia.
La Tribuna de Albacete (02/06/2020)