miércoles, 18 de diciembre de 2013

La foto de PISA

La motivación de profesores y alumnos 
importa más que las asignaciones presupuestarias

Cada tres años nos llega una foto de PISA que para España siempre está ligeramente inclinada. Pero no confundamos al lector. Estamos hablando del Program for International Student Assesment en el que más de medio millón de estudiantes de 15 años pertenecientes a 65 países son evaluados en competencias matemáticas, competencias científicas y comprensión lectora. El revuelo que la foto levanta en el gallinero político reclama una reflexión serena que llegue al fondo del asunto.
Mi primer consejo sería desdramatizar los números. La situación de la educación en España no cambiará si pasamos de estar ligeramente por debajo de la media (situación actual) a ligeramente por encima. Una de las lacras del cientificismo es su obsesión por cuantificar la calidad. Cuadratura del círculo, que diría el filósofo castizo. La obsesión se convierte en peligro cuando los políticos ponen en marcha la maquinaria reformadora sólo para superar con lustre los exámenes de PISA. Por esta vía, aumentarán las horas dedicadas a las matemáticas y ciencias naturales en detrimento de ciencias sociales y humanidades. Dentro de las matemáticas se potenciarían las áreas que mejor se prestan a las preguntas tipo test, como las que salen en el Informe, áreas que no tienen por qué ser las más relevantes ni las más útiles. Para evitar este tipo de malformaciones me atrevería a proponer que los exámenes cubrieran muchos más temas y que los profesores y alumnos no supieran la temática del examen hasta el momento de abrirlo. Hay que evitar también la tentación de especializar colegios en exámenes PISA.
Pasamos a valorar los resultados. La primera conclusión es que la excelencia educativa no depende solo ni prioritariamente del gasto por estudiante. Países como Estados Unidos, Italia o España  son superados por otros tan pequeños y pobres como Vietnan. Alguien habrá de recordar a los políticos que la educación es un pozo sin fondo, se traga todo el dinero que le eches sin mejoras sustanciales.
La motivación de profesores y alumnos importa más que las asignaciones presupuestarias. La metodología didáctica también importa, aunque no haya un camino único hacia la cumbre. Polonio ha ganado veinte puntos en los últimos tres años. Su progreso lo atribuyen a la descentralización de los colegios (cada uno es libre de amoldar los programas y métodos al alumnado que tiene delante) y a la presión de las reválidas nacionales. También al sistema establecido para incentivar a sus profesores. El éxito de los países asiáticos (casi todos en la cabeza de la tabla) se explica por algo tan simple que a los pedagogos les de vergüenza reconocer: al salir de clase, los niños y adolescentes de Shanghái, Singapur o Corea del Sur dedican más horas al estudio que a los aparatos electrónicos, hecho que repercute en su mayor concentración en las clases del día siguiente. El interés de los padres por facilitarles el estudio es otro rasgo distintivo de los países asiáticos.  Hace tiempo que sabemos la importancia del entorno familiar en el rendimiento de los niños. Si una tira de la madeja de cualquier fracaso escolar (que son los que hunden los resultados de algunos países en el Informe PISA) casi siempre encontrará la madeja de una familia desestructurada.
             Las observaciones anteriores refuerzan mi apuesta por el cheque escolar, una apuesta bien conocida por mis lectores. En el anverso del cheque figura la libertad de creación y organización de centros educativos que habrán de competir entre sí por captar alumnos y por ayudarles a progresar. En el reverso del cheque está la libertad de los padres para elegir el colegio (público o privado) que mejor se acomode a sus preferencias y que, a la vista del historial en las reválidas estatales, mejor garantice el éxito académico y profesional de sus hijos. Los padres se implicarán más en la tarea educativa cuando vean el fruto de sus desvelos. Lamentablemente es muy difícil convencer a los políticos que el “café para todos” es una estrategia obsoleta. 

La Tribuna de Albacete (18/12/2014)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nelson Mandela, el magnánimo

Fui yo quien lo hice; lo siento, no sabía que era imposible



“Magnaniidad”. Esta sería virtud más destacada de Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz en 1993 y primer Presidente Negro de la República de Sudáfrica (1994-1999); a su funeral, celebrado ayer asistieron cien jefes de estado y gobierno. Lo dijo Desmund Tutú, primer arzobispo de raza negra en Ciudad del Cabo, también Nobel de la Paz. La magnanimidad aúna dos cualidades que pocas personas han logrado conciliar: grandeza de ánimo en el camino hacia las metas más elevadas y generosidad para perdonar al adversario que puso todas las trabas posibles. Los tramposos y violentos presumen de ser más eficientes en la conquista del poder. Pero sólo las personas magnánimas son capaces de ganar el aprecio y colaboración de los competidores sin los cuales es imposible construir una paz duradera. Mandela lo consiguió en su larga marcha por superar el “apartheid”, ese régimen de segregación de la mayoría negra por el veinte por cien de afrikaners o boers descendientes de los colonos holandeses.
Un par de anécdotas ayudarán a entender el sambenito de “magnánimo” que hemos colgado sobre Mandela (Madiba  llaman los de su tribu). 
Mayo 1994. Al día siguiente de ganar las primeras elecciones democráticas, nuestro protagonista acudió muy temprano a la oficina presidencial. Allí estaba, haciendo la maleta, el secretario de los dos presidentes anteriores. Mandela le suplicó que se quedara: “Todos mis colaboradores, y yo mismo, somos hombres de campo, necesitamos la ayuda de secretarios experimentados como usted”. –¿Pero qué dirá mi antiguo Presidente?, replicó el secretario. –No se preocupe, que el Sr. de Klerk también se quedará como Vicepresidente.
Unos días antes, sus asesores debatían sobre el futuro himno nacional, convencidos como estaban que iban a barrer en los comicios. Tenían claro que el himno oficial, que rememoraba la marcha de los Boers aplastando las tribus negras, debía ser reemplazado por alguna de las canciones tribales que clamaban venganza. En el zénit de la discusión entró Madiba con una propuesta desconcertante: “Hasta que alguien componga un himno reconciliador, en todos los actos oficiales sonará la música de los dos himnos”.
Algún lector estará pensando. “¡Qué suerte haber nacido de esa pasta!”. Más que suerte, yo lo atribuiría al empeño personal más la serenidad que confiere el paso del tiempo. La magnanimidad, como el resto de las virtudes, no se transmite en los genes, hay que sembrarla y abonarla. Mandela necesitó 27 años de reflexión para adquirir un corazón magnánimo. Ingresó en prisión como un terrorista perteneciente al brazo armado de la ANC, un partido subversivo inspirado en el marxismo de Fidel Castro. Sus objetivos confesos eran erradicar con un golpe de estado un sistema político basado en la segregación de razas (apartheid) y un sistema económico basado en la explotación del obrero (capitalismo). Los años de prisión le dieron la tranquilidad de espíritu que necesitaba para focalizar bien el objetivo y elegir el camino más seguro. La paz pasa a ser la meta y el camino.
El objetivo inmediato se concretó en asegurar la igualdad de blancos y negros en la escuela y en las urnas. Era el primer paso hacia una un estado democrático de derecho que respeta y hace respetar los derechos humanos. El resto de problemas socioeconómicos, que no desaparecen con la varita mágica de la democracia, tendrían que afrontarlos uno a uno, como ocurre en las sociedades occidentales.    
         En el epitafio de la tumba de Nelson Mandela podría escribirse. “Fui yo quien lo hice; lo siento, no sabía que era imposible”. En el pulso contra el Estado más racista y represor de finales de siglo XX, pocos hubiéramos apostado por aquel preso de cabellos blancos y cara sonriente pero demacrada. Con razones y diálogo supo canalizar el clamor de las multitudes oprimidas. Con razones, diálogo y ese clamor a sus espaldas diluyó la resistencia del opresor. Nelson Mandela, siguiendo la estela de Martin Luther King y Mahatma Gandhi, nos enseñan el camino que hemos de recorrer para asegurar la aplicación de los derechos fundamentales. Esos derechos que empiezan por la vida y siguen por la igualdad y la libertad. Esos derechos que fueron formalmente declarados en 1948 pero que necesitaremos todo el siglo XXI para hacerlos realidad.


La Tribuna de Albacete (11/12/2013) 

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cásate y sé sumiso/a

Cada lector tiene derecho a leer lo que le interesa 
y a quedarse con las ideas que le aprovechan

           Constanza Miriano (periodista, esposa y madre de cuatro hijos) no podía imaginar que su libro “Cásate y sé sumisa” pasara a ser un best-seller en España a los pocos días de su traducción del italiano. La publicidad la han hecho gratuitamente sus críticos al exigir su retirada inmediata. La mayoría de ellos reconoce no haber leído el libro. Yo tampoco he tenido la oportunidad. No estoy, pues, legitimado ni a condenarlo ni a defenderlo. Simplemente deseaba aprovechar la circunstancia para romper una lanza en favor de la libertad de expresión y para profundizar en la institución más antigua y audaz: el matrimonio.
Advertiré de entrada que no estamos hablando de un libro sino de dos. El segundo, dirigido a los maridos y que se traducirá en breve, lleva por título: “Cásate y da la vida por ella”. La fuente de inspiración de ambos títulos está en la carta de san Pablo a los efesios. El apóstol, después de fundar la vida cristiana sobre el amor, dirige una palabra de aliento para todos. Anima a los maridos a amar a sus esposas “como Cristo amó a la Iglesia y entregó la vida por ella”. A la esposas, “a ser sumisas a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, del mismo modo que Cristo es cabeza de la Iglesia”. Anima a los esclavos a servir de buena gana a sus amos, quienes, a su vez, habrán de tratarles con caridad.
Entiendo que, de haber vivido en el siglo XXI, San Pablo no hubiera hablado ni de amos, ni de cabezas de familia. Esos términos ya no forman parte de la ley ni de las costumbres generalmente aceptadas. Más bien levantan ampollas al recordar épocas donde no todos podían opinar y decidir por su cuenta. Hasta la reforma de 1975 (anteayer), nuestro Código Civil reservaba la capacidad de prestar consentimiento al cabeza de familia, léase, varón. La negaba expresamente a los dementes, menores no emancipados y mujeres casadas (los tres en el mismo saco). Con independencia de las palabras que el apóstol empleara hoy, estoy seguro que su mensaje central sería el mismo. Insistiría que el matrimonio debe fundarse en el amor recíproco. Un amor que exige el sacrificio de los intereses, aficiones y apetencias personales al servicio de ese proyecto común llamado “familia”. Un amor que reclama la entrega libre, generosa y humilde de la esposa y del esposo. Su mensaje calaría más en nuestra sociedad, si en lugar de “sumisión” hablara de “amor complaciente y humilde”.
     Si Constanza Miriano sabe contar con chispa las maravillas del matrimonio basado en el amor complaciente y humilde me comprometo a hacer propaganda de su libro. Urge contrarrestar la invasión de la institución familiar por el utilitarismo rampante y por esa ideología de género que interpreta todos los problemas en clave de poder y los resuelve (eso dicen) con el talismán de las cuotas. Con lo divertido que es ganar al otro en generosidad, ceder aunque hayas de tragar saliva, o pedir perdón cuando tu egoísmo te insinúe que esta vez, como siempre, tú tienes razón.
Informaré negativamente del libro si al leerlo descubro que la autora pone el acento en la sumisión en lugar del amor. Si refiere la sumisión a una sola de las partes (la mujer). Si pretende reemplazar la sumisión por el diálogo. Si, esclava de viejos estereotipos, no respeta la libertad de cada pareja para organizarse y expresar el amor a su estilo. Y si no advierte al lector de la existencia de unas líneas rojas, marcadas por la dignidad humana, que ningún cónyuge debe sobrepasar ni consentir que sean sobrepasadas.
            “Cásate y edifica tu matrimonio sobre el amor generoso y humilde”. “Cásate y entrega al cónyuge lo mejor de ti mismo/a”.  Posiblemente estos títulos reflejarían mejor la doctrina cristiana sobre el matrimonio y no concitarían tanta repulsa. Pero, ¿quién compraría un libro con ese título, aparte de la familia de la escritora y sus amigos más allegados? En una sociedad libre, cada autor tiene derecho a escribir lo que piensa y elegir los titulares. Cada lector a leer lo que le interesa y a quedarse con las ideas que le aprovechan. 


La Tribuna de Albacete (4/12/2013)