En el referéndum
de 23 de junio de 2016, los británicos decidieron abandonar la UE. Aquel día de
niebla y lluvia, un 52% de la población, animados por unos sloganes simplistas,
votaron “EXIT”. Hoy, 30 meses después, y con la niebla más densa que nunca, los
británicos no entienden el atolladero en el que se han metido ni saben cómo
salir de él. Quienes contemplamos la tormenta desde el continente, podemos y
debemos extraer algunas lecciones sobre las falacias que nutren a los movimientos
soberanistas, separatistas y similares.
La
democracia simplista (la del 50+1) es una trampa que lleva a un enfrentamiento directo
y permanente de la ciudadanía y que se traduce en un referéndum detrás de otro.
Las opciones más trascendentes para un país o comunidad requieren apoyarse en una
sólida mayoría. Si el referéndum de adhesión a la UE captó en 1975 al 65% del
electorado británico, ¿cómo no vamos a exigir una cifra similar para la salida?
¿Y quién impedirá a Escocia e Irlanda del Norte abandonar el RU tras constatar
que sus ciudadanos prefieren seguir en la UE?
La
separación tiene costes y resuelve algún problema a costa de exacerbar otros. Por
ejemplo, la pérdida de renta y bienestar que trae consigo el restablecimiento
de las aduanas. A los británicos que añoran el modelo noruego, la UE les ha
recordado que la libre circulación de mercancías implica la de personas, inmigrantes
incluidos. El privilegio noruego no significa otra cosa que aceptar las normas
y políticas europeas sin tener derecho a participar en las decisiones. ¿Es esta
la soberanía que reclaman los ingleses?
El Brexit
deja la balanza fiscal a cero. El Gobierno británico dejará de transferir parte
de su renta a la UE, pero ello no garantiza de que disponga de más libras para
repartir entre los británicos. La recaudación
impositiva del RU caerá, de hecho, si la economía británica se ralentiza.
La Tribuna de Albacete (21/01/2019)