miércoles, 30 de enero de 2013

Maestro de escuela

Se pueden ejercer muchas profesiones sin vocación.
La de maestro de escuela, imposible. 


¿Cuál es la profesión más influyente? Yo lo tengo claro: maestro de escuela. Voy a argumentar mi respuesta con varios testimonios que, por aproximaciones sucesivas, confluirán en don Fidel, el maestro de mis hijos jubilado anteayer.  
Africa. Julius Nyerere fue Presidente de Tanzania entre 1964 y 1985; una de las personalidades más relevantes y respetadas en el proceso de descolonización del continente africano. Sorprendentemente, todos le llamaban mwalimu (maestro de escuela). Esta fue su primera profesión de la que estaba muy orgulloso. No olvidó su vocación en los veinte años de presidencia desde donde consiguió alfabetizar al 80% de la población del país. Ni la dejó de ejercer en los años posteriores cuando le llamaban para mediar en todos los conflictos del continente africano. Educar para la paz y actuar de juez de paz forman parte de las tareas de un maestro de escuela.
Europa. En 1957 el Rey de Suecia concedió el Premio Nobel de Literatura a Albert Camus. El laureado dedicó su discurso a su maestro de escuela, el señor Germain. “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, no hubiera sucedido nada de esto”. Fue él quien consiguió que aquella familia de emigrantes argelinos permitiera a Albert cursar el bachiller, acompañó al niño a la capital para el examen de ingreso y no descansó hasta que el Gobierno francés le concedió una beca. Encontrar perlas ocultas, frotar el carbón para ver si esconde un diamante, es otra de las funciones del maestro de escuela.
España. Hace unos años me acerqué con mi familia a Coruña del Conde, un pequeño pueblo de Burgos donde mis abuelos paternos ejercieron de maestros. En la plaza había un grupo de jubilados cuyas caras adormiladas daban a entender que ya se lo habían contado todo. Al enterarse que yo era nieto de D. Benito y Dña Juanita se les iluminaron los ojos y empezaron a recordar lo mucho que habían recibido de ellos: “Nos enseñaron a leer, a escuchar y a comportarnos”. Las lecciones vitales de un maestro de escuela no las olvidan ni siquiera los alumnos más sencillos que se quedan en el pueblo.
Albacete. El viernes pasado mi hijo pequeño trajo una una nota del  Director del Colegio Príncipe Felipe. “(1) El próximo lunes, 28 de enero, no es lectivo. (2) Aprovecho para comunicarles que ese mismo día me jubilan forzoso al cumplir la edad reglamentaria. Quiero agradecerles a todos la extraordinaria colaboración que siempre he recibido de su parte y que es imposible condensar en estas líneas. GRACIAS. Fdo. Fidel Núñez”
Podría haber explicado don Fidel que después de 46 años de maestro ya tenía derecho a descansar de tanta chiquillería que no la aguantan ni los padres. Podría haberse quejado de lo relegada que ha estado siempre la profesión. Podría haber sacado a relucir su entrega personal a niños, padres y vecinos, más allá de las obligaciones del cargo. Prefirió callar.
Yo tengo alguna información privilegiada. Se la entresaqué un día que hubimos de pasar diez horas frente a la urna del colegio para recoger veinte votos. Me contó que su primer destino fue a un pueblo recóndito de la sierra de Albacete donde sólo podía accederse a pie o en caballo. Allí instruyó a niños, padres y abuelos. Los veinte años siguientes los pasó en Hoya Gonzalo enseñando cultura y paz a los niños y ejerciendo de juez de paz con los padares al salir de la escuela. Todos, excepto los abogados, estaban encantados. Ya en Albacete capital se especializó en la enseñanza de matemáticas a chicos crecidos. Todavía guardamos las adivinanzas que ponía a nuestro hijo mayor. Una buena manera de hacer divertidas las matemáticas y avivar el ingenio de los niños. De todas estas cosas podría haber presumido don Fidel en su carta de despedida. Se limitó a dar gracias con esas mayúsculas que brotan del corazón.
Fidel, somos nosotros, alumnos y padres, quienes debiéramos estar agradecidos por tanta entrega oculta durante tantos años. Por favor, extiende el agradecimiento a tus compañeros ya jubilados. A los que siguen en el fragor de la batalla anímales a no perder la vocación. Se pueden ejercer muchas profesiones sin vocación. La de maestro de escuela, imposible.



La Tribuna de Albacete (30/01/2013)

miércoles, 23 de enero de 2013

James Buchanan, in memoriam

El primer artículo de la constitución económica 
propuesta por el premio Nobel de economía 
obligaba a equilibrar los presupuestos públicos


El pasado nueve de enero murió en Virginia (EE.UU.) James Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986. Tenía 93 años. ¿De qué se alimentarán los grandes economistas para ser tan longevos? El Nobel le fue concedido por su contribución seminal a la teoría económica de la política, sentando las bases contractuales y constitucionales que aseguran decisiones individuales y colectivas más acordes al bien común. Public Choice (Elección Pública) es el nombre de la escuela que fundó y de la revista donde publican sus discípulos.
Cuando Buchanan fue a estudiar economía en la Universidad de Chicago se definía como un “socialista libertario”. Le bastó un curso de Frank Knight para convertirse en un acérrimo defensor de la economía de mercado. Su interés por la política le llevó a interpretarla bajo el prisma del homo economicus, ese maximizador de utilidad o beneficio que protagoniza los textos de economía. Para que la operación tuviera éxito había que aceptar que también en la actividad política ocurre un proceso de intercambio.  En las decisiones colectivas (por ejemplo la votación parlamentaria donde se discute la construcción de una autovía o una autopista), negociamos para conseguir  la solución más acorde con nuestros intereses a un coste aceptable.
La primera sorpresa y paradoja con la se encontró Buchanan podría expresarse bajo una pregunta. “Si todos asumimos y aceptamos, que los agentes económicos buscan su propio interés cuando por la mañana toman decisiones sobre consumo, ahorro o inversión, ¿por qué hemos de suponer que, cuando por la tarde acuden a votar a la cámara legislativa, se convierten en ángeles que solo buscan el interés general?” El objetivo dominante, aunque tácito, del político es el poder; su razón de ser consiste en llegar al poder, aumentar el poder y perpetuarse en el poder. El enriquecimiento personal no parece tener la misma primacía, aunque tampoco habría que descartarlo, advierte.
La conclusión del premio Nobel no consiste en dejar vía libre a los políticos para que aumenten su poder en provecho propio y perjuicio general. Al contrario, lo que hay que hacer es delimitar el campo y las reglas de juego para obligarles a remar de manera que creen una corriente favorable a intereses más generales. Esa es la función que cumple la “constitución económica”. Con las actuales reglas de juego (este es su ejemplo preferido) es inevitable la tendencia a un déficit desbocado de las administraciones públicas. Hasta el político más novato sabe que gastar es la mejor palanca de votos. Si esos programas hubieran de financiarse aumentando impuestos los políticos serían más prudentes, pues podrían perder por la derecha los votos que ganan por la izquierda. Pero si se financian emitiendo bonos, que serán posteriormente erosionados por ese impuesto oculto llamado inflación, ¡todos contentos … y engañados! El primer artículo de la constitución económica propuesta por Buchanan obligaba a equilibrar los presupuestos públicos o poner un techo a la deuda pública. El partido que en los debates presupuestarios justificara la necesidad de un programa  adicional habría de explicar de dónde obtendría los recursos para financiarlo.
No hace falta advertir que se trata de una medicina amarga y controvertida; de esas que pueden ser peores que la enfermedad. Pero hay que reconocer que sus argumentos tienen peso y siguen siendo de rabiosa actualidad. Son muchas las noticias de la actualidad que evocan a Buchanan. Pensemos en los debates parlamentarios en los Estados Unidos para ampliar el techo de la deuda pública que mantienen al mundo en vilo cada seis meses. O recordemos la reforma constitucional aprobada súbitamente por el PSOE y el PP en junio de 2010 en la que se introdujeron límites constitucionales al déficit. ¿Y qué decir de la corrupción política? Si el Premio Nobel de 1986 leyera la prensa española, no se extrañaría ni escandalizaría de las cuentas en Suiza de nuestros políticos. Los consideraría como ejemplos que avalan la necesidad de limitar el campo de juego de la política y el tiempo de permanencia de los políticos sobre un terreno tan resbaladizo.


La Tribuna de Albacete (23/01/2013)

miércoles, 16 de enero de 2013

Del origen del universo al hombre

La presencia de un ser inteligente y libre, capaz de comunicarse eternamente con Dios, 
es lo único que justifica el enorme derroche que implica la creación de un universo finito


Con este artículo finalizo mis resúmenes-comentarios de las ponencias presentadas en la primera jornada Universitas sobre “Ciencia, razón y fe”. Hoy comentaré la conferencia del jesuita Dr. Manuel Carreira, eminente astrofísico que ha impartido docencia en las universidades de Washington, Cleveland y Comillas. El título de la misma fue: “Del origen del universo al hombre. Física, metafísica y teología de la creación y de la vida”.
Se trata de un tema clásico que en los últimos tiempos ha ganado actualidad en los EE.UU. por el enfrentamiento entre los partidarios del evolucionismo y del creacionismo. Los intelectuales acostumbrados a tocar fondo, pronto comprendieron que los últimos descubrimientos de la física y la biomedicina realzaban la imagen de un Dios creador y padre. El principio antrópico ha sido la expresión utilizada por los científicos para referirse a la necesidad de un ajuste externo, extremadamente fino, en momentos claves de la expansión y evolución. Pequeñas desviaciones de los parámetros hubieran dado lugar a otros universos donde la vida inteligente no hubiera sido posible. La conferencia del Padre Carreira se centró en tres momentos: (1) la creación de la materia a partir de la nada; (2) el salto de la materia inanimada a la vida; (3) el salto de la vida irracional a la vida inteligente y libre.
¿Qué era y de dónde sale la materia que origina la gran explosión (Big Bang)? Nada puede salir de la nada. Cualquier número multiplicado por cero es cero. Pero si ese cero se multiplica por infinito el resultado puede ser cualquier número. El infinito del que estamos hablando no puede ser más que Dios. Y el resultado de la operación es, precisamente, el que Dios buscaba.
¿De dónde nacen los primeros seres unicelulares dotados de un código genético (ADN) que ninguna reacción físico-química puede producir. Del “azar” responden los agnósticos. Pero el azar no es ninguna fuerza física ni puede ser causa de nada. Se trata de uno de los resultados posibles de una combinación de fuerzas que entran en interacción un número suficientemente elevado de veces. La probabilidad de que apareciera esa primera molécula con ADN en nuestro universo era simplemente nula, por más favorables que fueran las condiciones. Seguiría siendo nula si multiplicáramos por un trillón el tamaño y la antigüedad del universo. Para tener alguna probabilidad de que apareciera esa molécula los científicos agnósticos se ven obligados a asumir la existencia de infinitos universos, todos ellos estériles, con la excepción del nuestro. Ahora bien, nos dirá Lakatos, este tipo de “hipótesis puramente defensivas”, no son aceptables por la ciencia. Quienes edifican sobre ellas están construyendo ciencia-ficción. Mucho más sensato sería afirmar que sólo hay un universo, el que pisamos; y que afortunadamente ha sido diseñado por alguien omnisciente y omnipotente.

¿Cómo se da el salto de la vida a la vida humana, apareciendo seres con inteligencia y voluntad libre, seres deseosos y capaces de buscar la belleza, la verdad, y el bien? El mero acto de pensar y tomar decisiones escapa a las cuatro fuerzas que regulan el comportamiento de la materia, las únicas que los científicos pueden manejar en su esfuerzo por entender el “qué” de las cosas? Carreira-científico mencionó la fuerza gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil. Carreiras-filósofo defendió a los metafísicos que buscan el “porqué” de la vida humana y lanzan conjeturas sobre su forma de ser y de comportarse, libres del corsé de las cuatro fuerzas mencionadas. Los teólogos, por su parte, otean el “para qué”. Debe haber alguna razón para que Dios haya creado el universo y cuanto contiene. Resultaría ridículo pensar que lo ha creado para disfrutar viendo arder estrellas o lagartijas moviendo el rabo; y eso sólo durante un rato pues nadie duda que el universo tiene los días contados.  La presencia de un ser inteligente y libre, capaz de comunicarse eternamente con Dios, es lo único que justifica el enorme derroche que implica la creación de un universo finito. “El Universo está hecho para el ser humano y el ser humano está hecho para participar de una relación personal con el Creador”, concluyó Carreira - teólogo.



La Tribuna de Albacete (16/01/2013)

miércoles, 9 de enero de 2013

Recibir o conquistar

¿Cuál es el papel de la voluntad en el conocimiento? 
-Aceptar lo que se nos da


¿Puede ser que Hitler esté en el cielo? Un grupo de teólogos que defendía la primacía de la conciencia subjetiva respondió: “Sí, siempre que el Führer obrara en conciencia, convencido de que aquello era lo mejor para su país”. Un joven teólogo alemán que presenciaba aquella discusión concluyó para sus adentros: “Algo no funciona en esta filosofía subjetivista que se ha colado hasta en la mismísima teología”. El nombre del joven era Joseph Ratzinger.
Con esta anécdota abrió su intervención en la primera jornada Universitas sobre “Ciencia, Razón y Fe”, Sara Gallardo, profesora en la Universidad Católica de Ávila y en San Dámaso. El título de su conferencia fue: “Recibir o conquistar: el papel de la voluntad en el conocimiento”. Explicó que en cualquier proceso de conocimiento (científico, filosófico o vulgar) nunca partimos de cero. Aceptamos unos datos y unas teorías por su aparente razonabilidad y porque nos fiamos del saber y buena voluntad de los transmisores. Aceptar lo que se nos da es, precisamente, el papel de la voluntad en el conocimiento.  Una función similar cumple la fe en el ámbito del conocimiento de realidades que nos trascienden pero que existen y pueden ayudarnos a encontrar el sentido profundo de la vida humana.
Para llegar al fondo del asunto, Sara Gallardo se remontó a la célebre distinción kantiana de autonomía y heteronomía. Son muchos los filósofos que han presentado la dualidad como un dilema que nos obliga a escoger entre la moral de conciencia y la moral de autoridad; entre el conocimiento autónomo que derivan de las pruebas del laboratorio o de la elucubración filosófica subjetiva y el conocimiento heterónomo impuesto desde fuera por la tradición, la Iglesia o cualquier otra autoridad. Estas personas no conciben la verdad como algo que libera, sino como algo de lo que debiéramos ser liberados pues restringe nuestra libertad. Afortunadamente se trata de una confrontación falaz. Nadie está obligado (ni legitimado) a sacrificar la reflexión personal para buscar la verdad objetiva, o viceversa. Quien así lo hiciera y predicara estaría contradiciendo el proceso habitual del conocimiento. Del conocimiento religioso, ciertamente; pero también del científico, el filosófico y el vulgar.  
Los avances de la ciencia y de la técnica alejan cualquier sospecha sobre la idoneidad del método positivista basado en la formulación de unas hipótesis susceptibles de ser contrastadas mediante experimentos y formalizadas en términos matemáticos o estadísticos. Ahora bien, la ciencia degenera en un cientificismo pueril y empequeñecedor cuando tacha de irracionales otras formas de conocimiento. Los científicos han de ser conscientes de que su metodología positivista sólo sirve para estudiar fenómenos naturales que obedecen a leyes físicas de carácter determinista. Los fenómenos más importantes de nuestra vida, donde intervienen voluntades libres, escapan a la ciencia. Los científicos deben aceptar, en segundo lugar, que ellos no crean la realidad ni inventan las leyes naturales que la explican; bastante hacen con descubrirlas. Tampoco debieran despreciar la herencia recibida del pasado ni ignorar los estratos de “creencia” que permean los postulados de cualquier teoría científica.
Los filósofos, por su parte, resbalarán fácilmente si tratan de especular en el vacío, ignorando la existencia de la ley moral natural y sus implicaciones que unas veces aparecerán en forma de mandamientos y otras en forma de derechos humanos. Unos y otros no son un invento de los intelectuales o una creación de las mayorías parlamentarias. El mandamiento “no matarás” deriva de la ley natural a la que podemos llegar con nuestra razón. Pero esa prohibición continúa vinculándonos aunque se apruebe una ley que despenaliza el homicidio y aunque mi conciencia invente excusas para tranquilizarse. Lamentablemente, en el pensamiento débil o subjetivo que domina la filosofía contemporánea, el “no matar” parece significar “a mí me parece mal el homicidio”. De ahí a convertir el homicidio en un derecho apenas media una votación en el parlamento. Y de ahí al holocausto sólo hace falta un loco con manos libres y armas de destrucción masiva en sus manos.
En mi block de notas apunté la siguiente reflexión: recibir la ley natural con gratitud y responsabilidad es la mejor base para  conquistar nuevas cimas en el conocimiento científico y filosófico desde donde se pueda servir mejor a la persona y la sociedad.

La Tribuna de Albacete (9/01/2013)

lunes, 7 de enero de 2013

Cristianismo y confianza en la razón

Uno de nuestros mayores retos en el siglo XXI 
consistirá en devolver al hombre la confianza en la razón 


¿Cómo murió Galileo? Si hiciésemos esta pregunta a los transeúntes de nuestras calles  la mayoría respondería que murió en la hoguera de la Inquisición italiana tras descubrir que la tierra giraba alrededor del sol, contradiciendo así la doctrina de la Iglesia. Es posible que los más eruditos recordaran, de paso, que por los mismos años los dominicos de Salamanca desaconsejaron el viaje de Colón, convencidos como estaban de que la tierra era plana.
Con estos ejemplos empezó su conferencia el Catedrático de Filosofía del Derecho en Sevilla Francisco José Contreras en el marco de Primeras Jornadas Universitas sobre “ciencia, razón y fe”.  Cualquier persona culta debiera saber, aclaró el ponente, que Galileo murió en su cama muchos años después de su enfrenamiento con un inquisidor rancio; por desgracia, también los había.  Que la tierra era redonda y giraba alrededor del sol ya lo habían dicho los griegos y lo había demostrado Copérnico un siglo antes que Galileo, sin que molestara en absoluto a las autoridades eclesiales. Los doctores de Salamanca, por su parte, se limitaron a advertir a Colón que había infraestimado el perímetro de la Tierra.  
En su conferencia, tan erudita como clara, el catedrático de Filosofía de Derecho de la Universidad de Sevilla trató de desmontar los prejuicios contra la Iglesia Católica acerca de la relación ciencia y fe. Empezó reivindicando las contribuciones de la Iglesia durante el Medioevo a la cultura y el progreso científico. En la alta Edad media, gracias a los copistas y traductores de los monasterios, se salvó el legado grecorromano. En la baja Edad Media, la Iglesia creó las primeras universidades, una institución desconocida en Atenas y Roma y que resultaría clave para el desarrollo cultural y científico. 
Se nos ha repetido hasta la saciedad que la ciencia fue concebida por el espíritu del Renacimiento y la Ilustración, una vez sepultadas las reminiscencias del cristianismo. Otro prejuicio. Durante la Edad Moderna la Iglesia aportó brillantes pensadores y sentó las vías que permitirían la aceleración del conocimiento. Rodney Stark ha investigado las creencias religiosas de los 52 grandes científicos del periodo 1543-1680. De ellos, sólo dos (Paracelso y Halley) se definieron como escépticos. Dieciocho pueden considerarse “cristianos convencionales”. Treinta y dos (más del 60%) se manifestaron “devotos”. Entre ellos se encuentran Copérnico y Galileo, además de quince eclesiásticos. Su creencia en un Dios que es la razón creadora (Logos) permitía intuir que el universo respondía a unas leyes naturales capaces de ser aprehendidas por la razón y formuladas en ecuaciones matemáticas. Fue el propio Galileo quien escribió: “Dios ha escrito el libro del mundo en caracteres matemáticos”.  Kepler, Pascal, Newton, todos ellos fervientes cristianos, apostaron por esta idea, que en aquel momento no pasaba de ser una intuición, … y ganaron.
Durante los siglos XIX se acelera el desarrollo de la ciencia, al tiempo que se magnifican sus aplicaciones técnicas. El sistema económico capitalista suministró los medios financieros que el proyecto necesitaba. Es en esta época cuando buena parte de los científicos repudia el complemento que suministraba la religión; a saber, la visión trascendente del ser humano. La pérdida tuvo, y seguirá teniendo, graves consecuencias. Faltando esa visión trascendente, la ciencia y la técnica pueden volverse contra el propio hombre, como trágicamente ha ilustrado la bomba atómica. Despreciando la existencia de esa verdad absoluta e inmutable que es Dios, todo se vuelve relativo, incluyendo la propia ciencia. ¿Qué sentido tiene buscar verdades que cambian según quién las piense? ¿Y qué sentido tiene buscarlas con la razón si esta se reduce a conexiones casuales del órgano gris de un mamífero, bastante mediocre por cierto? Quien esté familiarizado con el “pensamiento débil” y la cultura postmoderna, sabrá a qué me refiero.
Dos fueron las conclusiones que yo extraje de la conferencia del profesor Contreras.  Primera: los intelectuales cristianos no hemos de tener miedo a la razón; es nuestra mejor aliada. Segunda: uno de nuestros mayores retos en el siglo XXI consistirá en devolver al hombre la confianza en la razón.

La Tribuna de Albacete (2/1/2013)