domingo, 29 de abril de 2018

Mayorías y mayorías



    Según sus defensores, el punto fuerte del independentismo catalán radica en el apoyo entusiasta y pacífico de la inmensa mayoría del pueblo catalán. El punto débil lo encontramos en la falsedad de tal afirmación. El voto independentista no ha pasado del 48% del censo. La magia de la ley electoral eleva esa cifra al 52% de los escaños. ¿Suficientes para hablar de esa “inmensa mayoría” que justifica la independencia por simple lógica democrática?  
   La legislación juega con diferentes mayorías según la trascendencia de la ley a debate. Para las leyes más trascendentes rigen mayorías cualificadas. El Estatut de Cataluña, por ejemplo, exige dos tercios (67%) del Parlament para cambiar la norma electoral o el propio estatuto de autonomía.
¿Qué mayoría habría de concertar una propuesta de independencia que implica la derogación del Estatut y la Constitución española? Tres cuartos (75%) del Parlamento regional parece una cifra razonable. Solo con un porcentaje así de alto, los independentistas estarían legitimados a hablar en representación de la inmensa mayoría de los catalanes. Solo con ese porcentaje, podrían conseguir el apoyo de grupos nacionales no independentistas, imprescindible para iniciar la reforma constitucional. Solo con ese porcentaje, se evitaría el riesgo de que la mitad del territorio catalán pida la secesión al día siguiente de proclamarse la República catalana; o que el bloque no independentista gane las próximas elecciones al Parlament.
Personalmente, no tendría inconveniente en tender un puente de plata a un partido independentista respaldado por el 75% de su electorado. Solo le pediría que, en el largo camino que le espera hasta conseguir ese porcentaje, renunciara a utilizar el sistema educativo y los medios de comunicación públicos como arietes proindependentistas. ¡La verdad, la igualdad y la libertad siempre por delante!


La Tribuna de Albacete (30/04/2018)

domingo, 22 de abril de 2018

Deslealtad y 155



                La historia da perspectiva y la perspectiva nos permite fundar mejor nuestras decisiones. Apenas dos años median entre el día que la Generalitat y el Parlament optaron por la vía unilateral a la independencia y su consumación en la declaración de la República Independiente de Cataluña. Tiempo breve, pero suficiente para comprender que se trató de un auténtico golpe de estado, es decir, de la sustitución de la legalidad vigente al margen de la Constitución. No hubo violencia física pero sí desobediencia y deslealtad institucional a raudales.
El Gobierno optó por una respuesta de perfil bajo. Esperaría pacientemente hasta que se cometieran actos delictivos y los recurriría uno tras otro ante el Tribunal Constitucional. La judicialización del Procés le obliga ahora a respetar las decisiones de los jueces, gusten o no gusten.
         Lo que sí está en manos de los políticos es evitar un segundo Procés cuyos efectos ya nos resultan conocidos. Es la hora de la política. Es el momento de tomar decisiones ejecutivas que impidan la desobediencia flagrante e impune a las leyes y sentencias. De impedir que se utilice el dinero de todos los catalanes para la causa independentista abanderada por la mitad de ellos. De evitar que las instituciones catalanas gestionen sus competencias para poner palos en las ruedas del Estado español. De impedir que la deslealtad institucional campe a sus anchas, generando un ambiente de crispación irrespirable.
La deslealtad institucional puede compararse a ese compañero de equipo que te pone el dedo en el ojo cada vez que se cruza contigo. El entrenador no puede pitarle penalti, pero sí retirarlo a otra zona del campo menos transitada y menos decisiva. Solo por un tiempo, hasta que se serene y decida volver a aceptar las reglas del juego, amén de la lealtad con sus compañeros. En eso consiste el 155. Para aplicarlo no hace falta esperar a que el partido esté perdido.
 La Tribuna de Albacete (23/04/2018)

domingo, 15 de abril de 2018

Pensiones e inflación



La reforma del sistema de las pensiones se ha encallado en un problema aparentemente menor: la inflación. ¿Deberían subir automáticamente las pensiones cuando la inflación sea positiva? Pensaremos en la respuesta a la luz de cuatro criterios: (1) Bienestar de los jubilados; (2) Sostenibilidad o viabilidad financiera; (3) Flexibilidad; (4) Estabilidad macroeconómica.
La incorporación de la inflación es deseable según el primero y el cuarto criterio. Una tasa de inflación del 10% reduciría, en una década, la capacidad adquisitiva de la pensión casi en dos tercios. ¡Los jubilados morirían de hambre! Desde el punto de vista de la estabilidad macroeconómica interesa que algunos elementos de la demanda agregada se mantengan constantes para compensar las continuas subidas y bajadas de la inversión privada que arrastran al consumo privado. El consumo de los pensionistas contribuiría a estabilizar el ciclo económico si el poder adquisitivo de sus pensiones se mantuviera constante, es decir, si la pensión incorporara la tasa de inflación. 
Quienes conocen las cuentas de la seguridad social objetarán: ¡Bastantes problemas de viabilidad financiera tenemos para que añadamos el coste de la inflación! No tienen en cuenta que la cláusula de la inflación aumenta simultáneamente gastos e ingresos. Los problemas de sostenibilidad financiera, que son previos a la inflación, se controlan mejor a través de la tasa de reemplazo o sustitución. En la actualidad, un trabajador español de salario medio cobra al jubilarse el 82% del mismo. La media de la Unión Europea es del 59%. Tenemos, pues, un holgado margen de maniobra. La maniobra consiste en modelar ese porcentaje cada cinco o diez años para asegurar que las cuotas cargadas a los trabajadores alcanzarán a pagar las pensiones de los jubilados durante los próximos años. Esta medida, acompañada de unos topes máximos y mínimos, merecería un juicio favorable desde los cuatro criterios expuestos. 

La Tribuna de Albacete (16/04/2018)

domingo, 8 de abril de 2018

La ideología políticamente correcta

       A falta de buenas razones habrá que remover las emociones con propaganda masiva, leyes moralistas y asignaturas adoctrinadoras. Esto es lo que hace la ideología de género y, a juzgar por los resultados, no le va mal. Hace diez años, ¿quién se hubiera atrevido a decir que no hay diferencias sustanciales entre hombres y mujeres, pues cada uno es del sexo que quiere ser? ¿Quién rotularía los aseos públicos con tres carteles: “hombres”, “mujeres” y “otros”? ¿Quién se hubiera animado, o animara a otros, a cambiar de sexo? ¿Qué parlamento osaría imponer una asignatura para adoctrinar a los niños y encarrilar con sanciones a los profesores “rebeldes”?
        Por sorprendente que pueda parecernos, las ideas y prácticas emanadas de la ideología de género se han convertido en políticamente correctas. ¡Ay de quién se atreva a criticarlas! Tú puedes quemar en público la Biblia o una foto del Rey. Pero, pobre de ti, si criticas un renglón del manual de ideología de género. Tú puedes prohibir a tu hijo ver una película, pero pobre de ti si objetas a una de las asignaturas que ellos le obligarán a cursar o si le impides cambiar de sexo una vez que le hayan convencido que sus órganos genitales no son los adecuados.
         No nos amohinemos, la verdad acaba imponiéndose por su propio peso. Nuestras respuestas habrán de ser tranquilas pero insistentes, apelando siempre al sentido común, a la ciencia y a la libertad. Hemos de recordar una y otra vez que hombres y mujeres difieren en todas y cada una de sus células. Hemos de divulgar los estudios científicos que demuestran que la reasignación de sexo suele conllevar serios problemas psiquiátricos y un mayor índice de suicidio (20 veces superior según el Instituto Karolinski de Estocolmo). Hemos de denunciar el ataque perpetrado contra la libertad de expresión y contra el derecho a la educación moral de nuestros hijos. Están en juego los derechos fundamentales del ser humano recogidos en la Constitución. Está en juego la felicidad de nuestros hijos. 
La Tribuna de Albacete (09/04/2018)

lunes, 2 de abril de 2018

Neolengua, paracetamol y cocaína



         George Orwell anticipó el desarrollo de la “neolengua” en su novela “1984”, escrita en 1948. Convendría introducirla como lectura obligatoria en nuestros institutos, amén de una asignatura que desmitifique las neolenguas en las que se apoya el rampante pensamiento único sobre moral y política.  Una de sus estrategias consiste en meter en el mismo saco (en el mismo vocablo) una cosa y su contraria, convirtiendo en bueno lo malo y en malo lo bueno; siempre con el propósito de ahogar toda capacidad de crítica y autocrítica.
                Me acordé de Orwell cuando me llegó un folleto del Ayuntamiento de Zaragoza animando a los adolescentes al consumo responsable de drogas. Ya en la introducción anuncia, a bombo y platillo, su gran descubrimiento: “En ningún momento de la historia ni en ningún lugar del mundo ha existido una comunidad humana que no haya utilizado sustancias psicoactivas. Hoy las seguimos usando cotidianamente todas las personas sin excepción: alcohol, tabaco, cannabis, paracetamol, cocaína, anfetaminas, café, cacao, etc”.  Si la cocaína es una sustancia tan “psicoactiva” como el paracetamol. ¿Se atreverá alguien a tacharla de droga mala?
Pues sí, señor Alcalde de Zaragoza en Común. “Por sus frutos los conoceréis”, dice el Evangelio. El paracetamol es un analgésico que se toma para reducir el dolor y poder llevar una vida normal; el enfermo la dejará tan pronto como el médico se lo aconseje. La cocaína se consume a escondidas, busca el placer por el placer, supone una huida de la realidad, te hunde en un pozo del que cada vez resulta más difícil salir. Con la droga dejas de ser tú mismo, causas un dolor enorme a las personas que más te quieren, degeneras en un ser aislado y peligroso...
A la larga lista de sustancias psicoactivas solo le falta una: el veneno. Cualquier sustancia, hasta el agua, puede matarte si la consumes en exceso. La peculiaridad de las drogas es que te hacen daño psicológico desde la primera dosis y te empujan a la segunda y la tercera… Así hasta que acaban con tu dignidad, tu conciencia y, a menudo, tu vida.
Por eso hay que mantener las drogas lejos del público. Y por eso debemos mantener a nuestros hijos lejos de la neolengua y de los moralistas de la confusión.
La Tribuna de Albacete (2/04/2018)