miércoles, 26 de diciembre de 2012

Científicos (y estudiantes) ejemplares

Invitan a seguir sus pasos hasta comprobar
que ciencia y fe pueden y deben reforzarse mutuamente


La semana pasada comenté la discusión de la mesa redonda de profesores/investigadores en la primera jornada Universitas sobre “Ciencia, razón y fe”. Hoy me centraré en la mesa redonda de estudiantes donde se analizó la vida y obra de algunos “científicos ejemplares”. La sesión fue tan profunda como entrañable. Los estudiantes pusieron en evidencia de lo que son capaces cuando se confía en ellos.
Los científicos elegidos habían de mostrar cómo la investigación científica puede llevar a Dios y cómo la fe puede mejorar la actividad científica, al tiempo que la pone al servicio de la humanidad. La elección no fue fácil pues son muchos los científicos que iluminan el camino en ambas direcciones. Los estudiantes de la UCLM optaron por tres científicos contemporáneos (Collins, Lejeune, Frankl) y uno de los pioneros de la ciencia (Pascal).
La presentación de Francis Collins (1950-), corrió a cargo de Lara García, estudiante de Medicina. Collins fue el director del Proyecto Genoma Humano en su etapa decisiva (1992-2008). Estamos hablando de un equipo de 2000 científicos de 24 centros de investigación ubicados en 18 países. Su primer compromiso fue publicar diariamente todos los hallazgos para que pudieran aprovechar a otros científicos y médicos. Entre estos estaba Claig Verter, quien lideraba un proyecto similar (Celera) pero que no soltaba prenda, obsesionado como estaba en conseguir patentes farmacéuticas. La secuencia del ADN fue descrita por Collins como “el lenguaje de Dios”. Su fe incipiente (de joven era ateo, para no sentirse inferior a sus colegas) quedó reforzada. Y se convirtió en apóstol a través de una fundación (Bio-Logos) que trata de demostrar como el evolucionismo refuerza la imagen de un Dios creador y padre.
Jérôme Lejeune (1926-1994) (presentado por Elena López, alumna de postgrado en Economía) es considerado el padre de la genética moderna. Su descubrimiento del síndrome de Down le encumbró como científico. Su propuesta de invertir los fondos de investigación para curar esa y otras enfermedades genéticas en lugar de recurrir al aborto, le defenestró para siempre. No sólo perdió esos fondos, sino también la presidencia del CNRS, la cátedra y un premio Nobel que estaba cantado. Sin recursos financieros siguió al pie del cañón defendiendo la vida y ayudando a las madres que habían decidido sacar adelante a sus hijos deficientes.
María Helena Sánchez, estudiante de derecho y ciencias religiosas, presentó la impactante vida de Viktor Frankl (1905-1997). El método de curación de este psiquiatra vienés (“logoterapia”) consiste en ayudar al paciente a encontrar el sentido de su vida. Fue su fe judía quien le encaminó en la dirección científica adecuada. Y fue su experiencia científica quien le ayudó a comprobar la importancia de la fe para sobrevivir con entereza en las circunstancias vitales más adversas. Así lo acredita, su propia experiencia en el campo de concentración de Auswitch.
La última presentación corrió a cargo de José Luis Navarro, estudiante de telecomunicaciones y periodismo. Versó sobre Blaise Pascal (1623-1662), uno de los genios de las matemáticas y la estadística. Antes de los veinte años ya había conseguido importantes avances científicos que lejos de alejarle de Dios le acercaron a él. Tanto es así que decidió consagrar los últimos años de su vida enfermiza a la reflexión filosófica y teológica. Sus “pensées” siguen siendo una fuente de inspiración. Nos quedamos con este pensamiento: “Muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas cosas que la sobrepasan”.
Karl Popper, el gran filósofo de la ciencia del siglo XX, advirtió que basta un experimento adverso para desmontar una hipótesis científica. Dos hipótesis muy extendidas en los círculos universitarios es que la fe en Dios impide el desarrollo de la ciencia y de que la ciencia aleja de Dios. Estos cuatro científicos (que se podrían multiplicar fácilmente) convierten tales hipótesis en bulos. Y lo que es más importante: invitan a seguir sus pasos hasta comprobar que ciencia y fe pueden y deben reforzarse mutuamente.


La Tribuna de Albacete (26/12/2012)

miércoles, 19 de diciembre de 2012

La fe, ¿losa sobre la ciencia?

Timor Domini initium scientiae


“La visión trascendente del hombre, ¿ayuda o perjudica la actividad investigadora?”. Esta fue la pregunta formulada a una mesa redonda de profesores en las recientes jornadas sobre Ciencia, Razón y Fe del foro de debate Universitas. “Ayuda y mucho”, concluyeron, cada uno a su estilo, una jurista, un lingüista y un bioquímico. Yo también había llegado a la misma conclusión aunque he de reconocer que mi itinerario no resultó fácil.
Davide, un profesor de la Universidad de Pisa, estaba realizando en Mayo de 2011 una estancia de investigación en la UCLM. Un día, después de su visita a Cuenca, se acercó a mi despacho para leerme la inscripción que encontró en la losa de un edificio histórico: Timor Domini, initium scientiae (“el temor de Dios debe estar en el inicio de la ciencia”). Mirándome con cierto sarcasmo concluyó: “Con semejantes losas era imposible que despegara la ciencia en España y en Italia”. 
No sin cierta desazón, me apresuré a investigar el origen y significado de la frase. Descubrí que provenía del libro de los Proverbios (1:7) y que, tras la Reforma de Trento, fue moda esculpirla en el frontispicio de seminarios y colegios universitarios. ¿Pero qué significaba exactamente “temor de Dios”? El catecismo me aclaró que el amor de Dios conllevaba el deseo de agradarle y el temor de ofenderle. Que el auténtico temor cristiano no provenía del miedo al castigo, sino del amor. Eso ya sonaba mejor.
Los códigos religiosos, al igual que los jurídicos, combinan las definiciones positivas (derechos y obligaciones) con las negativas (deberes y prohibiciones). Es conveniente ver el amor y el temor como cara y cruz de la misma moneda. La cara señala el horizonte y el motor de la actividad humana. La cruz delimita el camino, señalando las líneas rojas que no deben sobrepasarse so pena de caer al precipicio y arrastrar a otros. Los mandamientos de la ley de Dios, presentados en clave positiva se resumen en dos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. En clave negativa se concretan en tres prohibiciones básicas: “no matarás, no robarás, no mentirás”.
Creyente, ateo o agnóstico, al científico ha de aterrorizarle la mera posibilidad de matar, robar y mentir. Este temor no le hace menos científico. Al contrario, le protege de las presiones externas y de las pasiones internas que ofuscan la razón humana. Gracias a la ley natural, puede la conciencia personal caminar por terreno firme. Faltando esa referencia objetiva cualquiera justificará la muerte de un ser humano para mejorar el bienestar de otro; o robar al rico (mi vecino) para satisfacer al pobre (yo); o mentir para salvar su reputación. Las consecuencias están a la vista de todos.
Veamos ahora la cara de la moneda. El científico, como cualquier persona, tiene unos objetivos y unos móviles. El cristiano los concreta en el amor de Dios y el amor del prójimo, dos amores que no pueden declinarse por separado. El amor es el motor más exigente, pero también el más potente y fiable. Los que ya llevamos muchos años en la academia nos atrevemos a predecir el recorrido de cada nuevo investigador a la vista de sus intereses y móviles dominantes. Los que se mueven exclusivamente por dinero bailarán al son de los mecenas de turno; sus aportaciones genuinamente científicas serán más bien escasas. A decir verdad, es la honra, no la hacienda, lo que mueve a la mayoría de científicos. Bien está el aspirar a una publicación en una revista de impacto, a un sexenio de investigación o a una cátedra. Pero cuando estos honores se convierten en el único motor del quehacer universitario es de temer que la carrera científica acabe pronto y mal. ¡Cuántos genios se han malogrado al convertirse en funcionarios!

Lo acepto. Hay científicos creyentes que dan un ejemplo nefasto. ¿Dónde estará el problema? ¿En la religión o en una interpretación superficial y tendenciosa de la religión? Hay, por otra parte, científicos no creyentes que merecen toda nuestra admiración pues, con las solas luces de la razón, han desarrollado su inteligencia al servicio de la sociedad. La pregunta que queda pendiente es: ¿Dónde hubieran llegado esas personas tan inteligentes de haber sido movidas por el amor y temor de Dios?


La Tribuna de Albacete (19/12/2012)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Cómo salir de un laberinto

La tensión entre ciencia, razón y fe
inevitablemente ha de encender alguna chispa.
El diálogo, bien llevado, transformará las chispas en luz.


Estamos en el laberinto más grande del mundo, dentro de un gigantesco parque temático. Nuestros protagonistas son un teólogo (Tomás), un filósofo (Immanuel) y un científico (Albert). Mientras caminan entre los setos discuten acaloradamente sobre la primacía entre ciencia, razón y fe. De ello han de disertar esa misma noche en una tertulia universitaria. Enmudecen cuando alguien mira el reloj y se percata de que el parque lleva cerrado más de una hora. ¿Cómo llegarán a la salida del laberinto y cómo franquearán la puerta? A partir de ese momento el diálogo prosiguió así.
Albert - Según mis cálculos… estamos perdidos. Y, lo que es peor, como nadie lo sabe nadie vendrá a buscarnos. Tampoco tiene sentido buscar la salida. No se puede demostrar científicamente su existencia ...  por tanto, no existe.
Immanuel ¿Pero no eras tú el que decías que la ciencia es lo único que aporta soluciones certeras a problemas concretos? ¡Ya lo vemos! Suerte tiene el mundo de disponer de filósofos que desvelan el "por qué" de las cosas y dan sentido al mundo donde nos ha tocado vivir.
Albert- ¿Y lo habéis encontrado?
Immanuel- ¡Qué más quisiéramos! Ciertamente no tiene sentido pasar una noche de invierno en un laberinto como este. Pero, ¿qué ganaríamos con volver al mundo que no deja de ser otro laberinto sin salida? Perdonad que me ponga trágico. Yo antes presumía de ser optimista. Las canas me han convencido que los pesimistas son (somos) optimistas bien informados.
Tomás-   Ese pesimismo paralizante viene de pasaros la vida mirando al suelo; o al ombligo, que es peor. ¿Por qué no levantáis de vez en cuando la mirada al cielo? Al abrir la razón a la fe los teólogos descubrimos que  todas las vidas tienen sentido y todos los laberintos, salida. “Por construcción”, que diría Albert. El problema es que cada uno ha de utilizar su razón y experiencia para encontrar su salida y …
Immanuel- … Y no existe.
Tomás- … y son pocos los que actúan consecuentemente. La verdad es muy exigente.  
Albert- Me gustan las palabras que has empleado “razón y experiencia”. Son los mismos ingredientes que utilizamos los científicos. También los filósofos, ¿no? Ya tenemos dos columnas sobre las que construir juntos. ¿No podríamos utilizarlas para salir cuanto antes de este laberinto?
Immanuel- ¿Se me ocurre construir una torre humana para tener una visión global del laberinto. Por favor, no volvamos a enzarzarnos con cuestiones de primacía. Tomás que es el más gordo se pone debajo; tú, Albert, encima de mis hombros.
Albert- ¡Qué buena idea habéis tenido! Desde esta atalaya compruebo que apenas tres metros nos separan de la puerta de salida.
Hicieron un boquete en el seto y en unos minutos llegaron a la verja. Desde allí se pusieron a gritar. Al principio nadie les oía. Pero cuando  unieron sus voces consiguieron llamar la atención de un transeúnte. No había transcurrido una hora cuando alguien les abrió la  puerta y les condujo a la sede del congreso sobre “ciencia, razón y fe”.  Allí, un auditorio sediento de sangre esperaba el enfrentamiento entre un científico, un filósofo y un teólogo.  Para su sorpresa, los tres intelectuales empezaron reconociendo que era absurdo pelearse siendo que se movían en tres planos distintos. Lo que sí podían y debían hacer, concluyeron, era auparse unos a otros para tener una mejor visión de conjunto. 
 La tensión entre ciencia, razón y fe, tanto a escala social como individual, inevitablemente ha de encender alguna chispa. El diálogo, bien llevado, transformará las chispas en luz. Este es el reto asumido por el grupo Universitas que en sus primeras jornadas analizará diferentes maneras de cerrar el triángulo “ciencia, razón y fe”.  Será en la Facultad de Educación de Albacete (UCLM) el día 14 de diciembre a partir de las 9 horas.

La Tribuna de Albacete (12/12/2012) 

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Tres lecciones liberales para economistas keynesianos

Quienes tratan de controlar la economía desde arriba,
harían bien en recordar que no son dioses omniscientes y omnipotentes

La semana anterior analizábamos los rasgos principales de la visión keynesiana que los liberales harían bien en tener en cuenta. Keynes puso en evidencia que las economías capitalistas están limitadas por la demanda y sometidas a una incertidumbre fundamental. El resultado es la infrautilización de la capacidad productiva como norma y, de vez en cuando, una crisis general que suele tener su origen en el sector financiero. Pese a las apariencias, el mensaje keynesiano es profundamente optimista. A su entender el sector público puede y debe suplir las deficiencias de la iniciativa privada, sosteniendo a la demanda agregada en épocas de recesión y creando las instituciones que den estabilidad al sistema.
                Hasta aquí muchos podemos estar de acuerdo. Más difícil resulta digerir la pretensión del keynesianismo vulgar de controlar la economía desde arriba, como si de una máquina se tratara. Algunos textos de política económica más bien parecen manuales para fontaneros. El Estado se supone permanentemente envuelto en el circuito económico aumentando la presión en algunos tramos e incrustando válvulas de escape en otros. Phillips, aquel ingeniero y economista que dio el nombre a la famosa curva que relaciona la tasa de inflación con la tasa de desempleo, llegó a construir una máquina de vapor para explicar a sus alumnos el ciclo económico.
Ignoraba Phillips que los elementos que operan en ambos circuitos son muy diferentes. Ni el acero ni los electrones del circuito hidráulico tienen inteligencia ni voluntad.  Los agentes económicos sí la tienen y pueden utilizarla para escapar de los políticos. La curva de Laffer ilustra como una subida de los tipos impositivos puede llevar a una caída de la recaudación fiscal. Para evitara impuestos confiscatorios los ricos huirán a otros lugares o, simplemente, defraudarán al fisco. Muchos ciudadanos de a pie también perderán sus incentivos al trabajo, el ahorro y la inversión, que es la fuente de la renta y de la recaudación.
Los políticos intervencionistas responden a estas actitudes reforzando los controles y aumentando los estímulos a base de subvenciones y exenciones fiscales. Con el tiempo, la economía acaba atrapada por una maraña de reglamentos y subvenciones. Los mejores talentos de la economía no se dedican a crear riqueza sino a “cazarla”, es decir a conseguir exenciones fiscales, subvenciones y normas favorables. Son los “buscadores de rentas” a los que se refirió Gordon Tullock. Nos introducen en una economía pirata donde un grupo cada vez más restringido de personas crean la riqueza que será apropiada por el Estado para alimentar a sus huestes de funcionarios y, a continuación, redistribuir el remanente entre los cazadores de recompensas.
James Buchanan, premio Nobel de economía en 1986, llamó la atención sobre otra incongruencia de los planteamientos intervencionistas. Los manuales de economía asumen que los consumidores tratan de maximizar su utilidad y los empresarios sus beneficios. Sin embargo, en el último capítulo del manual, el relativo a la política económica, cambian de chips y asumen que los gestores públicos buscan el interés general y sólo eso. Aunque la mayoría de los políticos descartaran el enriquecimiento particular por métodos ilegales, seguirían teniendo objetivos personales. ¿Acaso no buscan llegar al poder, aumentar el poder y perpetuarse en el poder? Para conseguirlo no dudarán en multiplicar las subvenciones en los años electorales. El resultado no puede ser otro que un déficit desbocado que pesará como una lápida sobre los gobiernos y generaciones venideras.
Estas tres lecciones liberales se resumen en una: humildad. Los economistas keynesianos y, en general, todas las corrientes proclives a dirigir la economía y sociedad desde arriba, harían bien en recordar cada día que no son dioses omniscientes y omnipotentes. Sus diagnósticos se basan, por necesidad, en un conocimiento limitado de los hechos; su capacidad de controlar las variables económicas y la actividad de los agentes, todavía es más limitada. El hecho de que un político cuente con la bendición de las urnas no le hace santo, ni le da capacidad de hacer milagros. 

La Tribuna de Albacete (5/12/2012)