Estamos
recordando (y todavía sufriendo) el décimo aniversario de la crisis de 2008,
sólo superada en dureza por la de 1929. Las crisis financieras son una
enfermedad endémica a las economías capitalistas. Los bancos son los primeros
interesados en la expansión crediticia, en eso consiste su negocio. Pero
crédito implica deuda y la calidad de ésta se va deteriorando a medida que
aumenta. Cuando la fruta está madura, una elevación del tipo de interés o la
quiebra de una institución financiera puede precipitar una crisis general.
Hyman Minsky,
un experto en estos temas, concluyó que el ciclo del crédito/deuda se repetía
cada 20 ó 25 años. La peculiaridad de la crisis de 2008 es que el proceso tomó
una velocidad de vértigo por la connivencia entre la banca tradicional y la
banca a la sombra, en el nuevo esquema bancario de “originar para distribuir”.
La primera multiplicó el dinero a base de créditos hipotecarios, cada vez de
menor calidad. La segunda, una vez esquivada la regulación bancaria, transformó
las hipotecas basura en productos financieros de gran liquidez y bajo riesgo.
En realidad, los riesgos eran enormes, pero estaban disimulados tras los nuevos
y sofisticados derivados crediticios.
Tres son lecciones que
debiéramos haber aprendido de la crisis de 2007-08. Primera, la regulación
bancaria es más importante que nunca; la “banca a la sombra” resulta
inaceptable. Segunda, no debe concederse créditos a la compra de activos
financieros. Aunque no sea posible extirpar la especulación, no debemos tolerar
que se financie con créditos baratos. Tercera, la expansión crediticia debe ir
acompañada de mayores dotaciones de capital que suministren un colchón de
seguridad y obliguen a los directivos bancarios a ser más responsables.
La Tribuna de Albacete (24/09/2018)