domingo, 24 de enero de 2021

Principio de subsidiariedad

 

La historia es la mejor maestra … y la que menos discípulos tiene. Sabia sería la humanidad si hubiera aprendido algo de sus éxitos y fracasos históricos; de las instituciones y conductas que llevaron a la paz y prosperidad, y de las que causaron enfrentamientos y ruina.

El cataclismo de la Covid-19 me retrotrae al que vivieron los alemanes tras la Segunda Guerra Mundial. Frente al estatismo heredado de Bismark, el canciller Adenauer apostó por el ordoliberalismo de la Escuela de Friburgo y si economía social de mercado. El sistema aspiraba a combinar el progreso económico impulsado por la iniciativa privada bajo la presión competitiva, con la justicia y paz social resultantes de la participación de la sociedad civil y de sus representantes políticos, respetuosos del principio de subsidiariedad. A tenor de este principio, las competencias debían atribuirse al nivel de decisión inferior, que suele ser quien conoce mejor las necesidades y posibilidades de su comunidad. El nivel superior debe ayudar (subsidiar) al inferior, no desplazarlo.

La economía social de mercado fue absorbida por el Estado del bienestar de cuño anglosajón. Su mensaje queda bien resumido en la máxima de Beveridge, from cradle to grave ("dejemos que el Estado cuide de cada uno de nosotros desde la cuna a la sepultura"). Los logros sociales del Estado del bienestar son innegables. Sus peligros también. El creciente poder atribuido al Estado ha desplazado la iniciativa privada y cercenado la libertad individual. A la postre, es el propio Estado central quien resulta estrangulado por sus afanes manipuladores. Cuando ante un problema global, digamos la COVID, le corresponda tomar decisiones centralizadas todos se le tirarán al cuello, temerosos de sufrir nuevas maniobras políticas.   

La Tribuna de Albacete (25/01/2021)

lunes, 18 de enero de 2021

Estilos de golpe de Estado

 

El día de Reyes 300 insurgentes asaltaron el Capitolio, sede del poder legislativo de los EE.UU., para impedir que se nombrara Presidente al candidato vencedor en las urnas. De haber sido organizado por un escuadrón de militares, en vez de un grupo de bandarras, los muertos no hubieran sido 5 sino 500 o 5000 para conseguir lo mismo: nada. En ambos casos, se trataría de un golpe de Estado, un atentado contra el Estado democrático de Derecho consagrado en la Constitución. 

Hay otras maneras más finas de golpear el orden constitucional. Imaginemos que 75.000 personas (de los 75 millones que votaron a Trump) rodean el Capitolio con una sonrisa pintada en sus mascarillas; los niños y abuelos en primera fila. A la señal convenida, entran en las cámaras legislativas y proclaman la independencia de los 25 Estados donde los republicanos obtuvieron mayoría absoluta. Incruento e inútil, pero golpe de Estado a fin de cuentas. Invocando la democracia tratan de destruir al Estado democrático de Derecho.  

El golpe de Estado más disimulado (y por tanto más efectivo y peligroso) es el que se realiza desde dentro de las instituciones. Por ejemplo, aprobando una ley que permita al poder ejecutivo o el legislativo nombrar y controlar a los jueces. Estaríamos ante un “fraude de ley”: las normas legales se utilizan para destruir la división de poderes, base del Estado democrático de Derecho. 

Tampoco hemos de descartar la posibilidad de que sea el propio Estado quien dé un golpe contra los derechos fundamentales del ser humano. Nos referimos a la vida, la libertad y la igualdad, derechos que, por derivar de la dignidad personal, están por encima de las mayorías parlamentarias.

El mundo quedó consternado por el asalto al Capitolio. ¿Es posible que ocurran estas cosas en el país líder de la civilización occidental, en la cuna de la democracia? Pues sí, y peores cosas pueden ocurrir en América y en Europa si seguimos consintiendo la erosión de los fundamentos del Estado democrático de Derecho y de los derechos fundamentales de las personas.

La Tribuna de Albacete (18/01/2021)

domingo, 10 de enero de 2021

¿Vacunas públicas o privadas?

 

La felicidad que nos hemos deseado para el 2021 viene ligada al hallazgo de una vacuna eficaz y segura, amén de su rápida distribución a un precio asequible. ¿Vacuna pública o privada? Eso es secundario. Lo importante es que la vacuna llegue cuanto antes y sea segura y asequible. La experiencia reciente demuestra la importancia de la colaboración entre la iniciativa pública y privada, así como la superioridad de la primera cuando de innovar y producir se trata. Casi todas las vacunas se han obtenido en laboratorios privados.

La explicación de esta superioridad la comprendí cuando un amigo norteamericano me preguntó si el personal de las empresas públicas europeas era funcionario. –¿Qué entiendes por “funcionario”? –El que cobra lo mismo tanto si se mata a trabajar como si no hace nada. 

Lo que vale para los trabajadores, se aplica con más fuerza a los directivos y propietarios. Las primeras empresas en encontrar la vacuna gozarán de beneficios extraordinarios y cotizaciones al alza. Y se cuidarán muy bien de que las vacunas sean seguras, pues un fallo podría arruinarles para siempre.

Tampoco hay que temer que se disparen los precios. La competencia obliga a las empresas privadas a ajustar el precio al coste de producción, que ya incluye el beneficio normal. Los costes de investigación se cubren con patentes. La función del Estado en un caso tan importante y urgente como la Covid-19, consiste en anular esas patentes, compensando a quienes tenían derecho a ellas.

La iniciativa privada será también más ágil en la distribución de la vacuna. El Estado debe dar unas normas generales de seguridad y  ... “dejar hacer”. Si los políticos tienen un mínimo de humildad se alegrarán de que en pocos meses toda la población esté vacunada y dirán en voz alta: “El mérito no es nuestro. Es un milagro de la iniciativa privada presionada por la competencia”. Un milagro que se explica por los incentivos que damos a los agentes económicos y la responsabilidad económica que les exigimos por sus acciones y omisiones. 

La Tribuna de Albacete (11/01/2021)

domingo, 3 de enero de 2021

La paz de la Navidad

              Navidad y paz son palabras que suelen aparecer juntas, hasta riman. Ya en la primera Navidad, los ángeles cantaron: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra al hombre paz”. En su discurso de despedida, tras la última cena, Jesús recordó su regalo más preciado: “La paz os dejo, mi paz os doy”. Y añadió una misteriosa coletilla: “no os la doy yo como la da el mundo”.

               La paz que nos trae Jesús es algo más que la ausencia de guerras. La paz exterior es muy necesaria, pero él quiere regalarnos algo más profundo y duradero: la paz interior. Algo que nadie ni nada podrá sustraernos pues surge de la certeza de ser hijos de Dios. Ese es precisamente el significado de Enmanuel: Dios con nosotros.

               Tampoco se trata de la paz del desierto o del cementerio, la que resulta del aislamiento o del miedo al poderoso. La Biblia insiste que la paz se fundamenta en la justicia y requiere un esfuerzo continuo por nuestra parte. Jesús no llama bienaventurados a los que duermen en paz sino a los que trabajan por la justicia y la paz, siendo justos, misericordiosos y pacíficos.

               Alguno de mis lectores estará pensando que la guerra ha dejado de ser un problema en Occidente. ¿Seguro? Lo mismo decían los europeos hace un siglo y en los treinta años siguientes se masacraron en dos guerras mundiales. Otros presumen de haber aprendido a dirimir las diferencias políticas en sede parlamentaria.  ¿Se refieren a ese hemiciclo donde se libran las más escandalosas peleas de gallos? ¿Y qué diremos de la violencia familiar? Levante la mano quien no tiene problemas de convivencia en su hogar.

Nuestro propósito para el 2021 debiera apuntar al cultivo de la paz interior y la paz en nuestro entorno. La necesitamos más que nunca.

             La Tribuna de Albacete (4/01/2021)