Ninguna economía puede
sobrevivir
si empresas y ciudadanos no confían en su propia moneda
Nos trasladamos con la imaginación a las Olimpiadas de
2016 en Río de Janeiro. Dan el pistoletazo de salida de una de las pruebas
reinas: el Maratón. La novedad de esta edición es que la carrera queda abierta
a personas de todas las edades. Los atletas más reputados tienen reservados los
primeros puestos de la parrilla de salida. No sé si esto es justo, pero ya nos
hemos acostumbrado. Lo que nadie esperaba es ver a los niños con un grillete
atado a sus tobillos. Y cuando más enclenques, más pesada la bola.
Algo parecido ocurre en las olimpiadas del comercio y
finanzas internacionales. Los países en vías de desarrollo se ven obligados a
competir en inferioridad de condiciones. El hecho de ser pobre y tener una
moneda que se ha depreciado frecuentemente, se convierte en un grillete y una
rémora. Esos países han de endeudarse en moneda extranjera y soportar una fuerte
prima de riesgo. Si en el ínterin se dispara la inflación interna, las empresas
y gobiernos habrán de liquidar parte de su patrimonio para saldar sus deudas. Esto
en el mejor de los casos. Lo habitual es que cuando empiezan a ver las orejas
al lobo de la recesión y/o la inflación, el capital huya al extranjero. Ninguna
economía puede sobrevivir si empresas y ciudadanos no confían en su propia
moneda.
La historia de países latinoamericanos ilustran estas
dificultades. Hoy estoy pensando en Argentina que vuelve a estar al borde de la
quiebra financiera. La tercera vez en 20
años. Aunque la situación española no sea para tirar cohetes, hemos de
reconocer que ellos lo tienen mucho más difícil. A nosotros nos queda el euro.
En fútbol
cuando un equipo va mal la solución más fácil consiste en despedir al
entrenador. Al nuevo se le conceden 100 días de gracia, lo justo para acabar la
temporada. En economía, cuando la inflación se descontrola, la medicina de
impacto consiste en cambiar de moneda. Así lo hicieron los Argentinos en 1985 cambiando
el peso por el austral. Puro cambio nominal que de nada sirvió. Por lo visto,
no era problema de entrenador sino de jugadores. En 1989, ante una inflación y
depreciación superior al 5.000 por cien (lees bien, son millares) se volvió a
un peso que más parecía un dólar. Los argentinos seguían cobrando y pagando en
pesos, pero podían convertirlos en dólares de EE.UU. al momento y a un tipo de
cambio fijo.
La dolarización
logró cortar la hemorragia de la inflación pero tuvo un coste muy alto en
términos de competitividad. No es lo mismo vincularte a la moneda que comparten
la mayoría de tus socios comerciales que ligarte a una moneda lejana y fuera de
tu ruta comercial. La crisis provocada por la apreciación del dólar estimuló la
fuga de capital hacia los EE.UU. La dolarización facilitaba estos movimientos …
hasta el día que decidieron cerrar “el corralito”. Tu dinero seguía estando en
el banco, pero no podías retirarlo. La huida de capitales de los últimos meses
obedece al fenómeno contrario: la inflación vuelve a ser tan alta que los
argentinos no quieren guardar su riqueza financiera en pesos.
La historia
de Argentina habría de ayudarnos a valorar la suerte de vivir al amparo de una
moneda fuerte (el euro) y la necesidad de preservarlo aunque tenga su coste. ¿Hay
algo bueno que salga gratis? La moneda única nos ha impedido ganar
competitividad a base de depreciaciones sucesivas. Cierto. Pero, precisamente
por eso, nos obliga a ser más competitivos y a mantener la inflación a raya. Y
lo que es más importante. Asegura que el ahorro generado en nuestro país se invierta
aquí y que incluso podamos atraer ahorro extranjero a un interés mínimo. Los
argentinos se darían con un canto en los dientes si pudieran endeudarse al 3, 4
ó 5 por cien. En 2007 quebró un modelo de crecimiento impulsado por el crédito
fácil. Pero, por favor, seamos serios, no carguemos sobre el euro la culpa de
todos nuestros males.
La Tribuna de Albacete (26/02/2014)