Las vacaciones veraniegas son una magnífica oportunidad para tocar el fondo de las cuestiones cruciales que enmarcan nuestra manera de pensar y actuar. Yo las he aprovechado para recordar el cambio radical que se produjo en Europa (y, por contagio, en el resto del mundo) bajo la bandera de “la modernidad”. Desde el siglo XVI las élites intelectuales se confabularon para eliminar el legado de la Edad Media, sin discriminar entre los materiales obsoletos y aquellos que resultaban esenciales para construir personas juiciosas y sociedades pacíficas.
Ante
todo, la modernidad se afanó por diluir ese Dios que el vulgo situaba por
encima del hombre. Para conseguirlo fue necesario aniquilar las religiones que
decían lo contrario (el cristianismo en particular), amén de las familias que mantenían,
generación tras generación, la fe en Dios y en la Iglesia.
La modernidad
trastocó los fundamentos filosóficos que los pensadores cristianos (San Agustín
y Sto. Tomás) derivaron de la Grecia clásica. El subjetivismo y el relativismo
desplazaron a la ley natural que nos permite saber quién es el ser humano y qué
principios objetivos deben regir su comportamiento. Los avances científicos y
tecnológicos reemplazarían la fe y esperanza que animaron a los incultos
hombres del medievo. El Estado
democrático de Derecho aseguraría la justicia y la paz.
Lamentablemente,
estas ideas han sido enterradas por sus propias contradicciones dando origen a
la “postmodernidad”. El ateísmo, subjetivismo y relativismo han hurtado el sentido
de nuestras vidas y nos han enfrentado unos contra otros a una escala
desconocida. El mejor ejemplo del sinsentido de la postmodernidad lo suministra
el feminismo radical a tenor del cual ya no hay hombres ni mujeres, cada uno decide
el sexo con el que se identifica en cada momento. Lo peor: a esto se le llama “progreso”.
La Tribuna de Albacete (1/09/2025)