Seguimos con el estudio de la
revolución de la modernidad contra la “sabiduría” que se explicaba en las
universidades de la Edad Media, una simbiosis de la filosofía greco-latina y la
cristiana. En esa síntesis se enfatizaba la existencia de verdades objetivas
que la razón era capaz de conocer y podía aplicar para mejorar la condición del
ser humano, nunca para rebajarla.
La revolución de la modernidad alcanza
su zénit en el siglo XIX con nuevas versiones de la ciencia, la tecnología y la
enseñanza universitaria. La acumulación del capital hizo posible el crecimiento
acelerado de esos tres elementos. Lamentablemente, faltando unas raíces
saneadas, el proceso adoleció de altibajos y confusiones. La primera falla deriva
de negar la existencia de verdades científicas y morales objetivas. Solo era
científico (y por ende, objeto de estudio en las universidades) aquello que
podía medirse y tratarse en un laboratorio. El estudio filosófico pasó a ser
una rémora de tiempos oscuros. La segunda falla, fue creer que todo lo que
salía de esos laboratorios era “neutral”, ajeno a cualquier valoración moral. La
ciencia y la tecnología, el beneficio y la utilidad, pasaron a ser los
criterios de moralidad.
La fragmentación es otra de las características
de la modernidad. Es un avance que los centros de investigación se especialicen
en el diagnóstico y cura de las enfermedades actuales. Nos parece un retroceso,
empero, que esos centros no compartan unas bases comunes que les permitan enriquecerse
mutuamente. El resultado final es que los científicos y profesores son incapaces
de reflexionar sobre temas y métodos ajenos a su especialidad.
Me permito sugerir el título de un libro a escribir por profesores universitarios jubilados: “Viejos recursos para afrontar los problemas perennes de la humanidad que que la modernidad no ha hecho más que empeorar”.
La Tribuna de Albacete (08/09(2025)