En el campo político, la gran
contribución de la Modernidad fue la creación del Estado-Nación. Francia y España abrieron camino en el siglo
XVI. El Tratado de Westfalia de 1648 lo apuntaló. El elemento esencial del
Estado-Nación es la identificación de la ciudadanía con una cultura nacional y
la identificación de ese pueblo y cultura con el Estado centralizado que decía encarnarlos.
En el siglo XIX el movimiento se
generalizó por doquier, aunque pronto resultó evidente la existencia de Estados
sin una Nación detrás, y naciones sin un Estado delante. En el siglo XX se impuso
una economía y cultura globales que desbordaban al Estado-Nación. En un intento
de mantener el status quo, los estados se encargaron de solventar los conflictos
nacionales, y delegaron en organizaciones internacionales de nueva planta la
solución de los globales. Los dos ejemplos que actualmente invaden nuestras
pantallas son la invasión de Ucrania por Putin y el genocidio de palestinos en
Gaza bajo el liderazgo de Netanyahu. Más antiguos, pero no menos lacerantes, son
la huida de siete millones de venezolanos de su país; y de los 200.000
saharauis que hubieron de refugiarse en Argelia para escapar del la dictadura
marroquí.
A nuestro entender, la responsabilidad
de estas tropelías recae fundamentalmente en las organizaciones internacionales
que fueron creadas, precisamente, para garantizar la paz y el respeto de los
derechos fundamentales de todas las personas. Parte de la culpa recae también
en los Estados oportunistas que azuzan los conflictos internacionales,
incapaces como son de solucionar sus problemas internos o para ganar la
popularidad que les falta. Lo mejor que estos políticos pueden hacer es presionar
a la ONU, OTAN y demás organismos internacionales que sí tienen competencias y
medios para poner fin a tales conflictos.
La Tribuna de Albacete (22/09/2025)