La semana pasada se aprobó la octava ley general de
Educación en cuarenta años. ¡Bochornoso!, es el calificativo más suave que se
me ocurre para describir la forma como se gestó y alumbró ese texto con fecha
de caducidad. No menos crispado es el debate sobre el resto de proyectos con
incidencia en valores personales e identidades de grupo que el Estado trata de
imponer desde arriba.
Algunos solucionan todos los problemas con diálogo. ¡Ingenuos!,
es el calificativo más suave que se me ocurre. El diálogo es una pieza clave en
la construcción de cualquier comunidad. Pero sí ya resulta complicado en el
seno de una familia y de un partido político, ¿cómo vamos a esperar que aúne a la
entera comunidad nacional tras un Estado partidista por naturaleza?
La sabiduría liberal arranca de una antropología más
realista y simple, descarnada dirán algunos. Mientras el hombre siga siendo
hombre, lo máximo a lo que podemos aspirar es a conseguir acuerdos nacionales e
internacionales de mínimos. El Estado resulta indispensable para facilitar tales
acuerdos, plasmarlos en una Constitución y asegurar su cumplimiento. Casi todo
lo que pase de ahí sobra y habrá de mirarse con suspicacia. Los políticos son
hombres como nosotros, no ángeles que sacrifican sus intereses personales y
partidistas por el interés general.
La sabiduría liberal bebe de la experiencia de
siglos. Deja que hombres y mujeres organicen libremente sus vidas personales y
familiares, amén de las asociaciones en las que se integran voluntariamente. A
quienes desean un Estado que organice y uniformice sus vidas desde la cuna a la
sepultura y desde la alimentación, a la información y la educación, les
recomienda juntarse en una isla o un continente. Un lugar que sea fácil cerrar
para evitar que los camaradas escapen del paraíso comunista.
La Tribuna de Albacete (23/11/2020)