La semana nos ha traído dos noticias económicas de calado.
La inminente aprobación del ingreso mínimo vital como medida que va más allá de
la emergencia sanitaria. El acuerdo de derogación total de la reforma laboral
de 2012 que introdujo un mínimo de flexibilidad en el mercado de trabajo.
Hace unos meses, Thomas Piketty,
un marxista que se ha hecho rico vendiendo libros sobre la pobreza y la redistribución,
nos sorprendió con sus nuevas reflexiones y propuestas. Reconoce que la multiplicación
de ayudas sociales hunde a amplias capas de la población en la “trampa de la
pobreza”. Reconoce que la renta básica, diseñada para solucionar este tipo de
problemas, añade otros. Mejor, concluye, sería capitalizarla. Al llegar a la
mayoría de edad, cada individuo recibiría el dinero equivalente a la renta básica
de 60 años. Y podría decidir cómo invertirlo para estabilizar sus ingresos a lo
largo de su vida. Dudo que el remedio llegue a implantarse y que funcione. Cumpliría,
no obstante, una importante función didáctica: demostrar a la ciudadanía lo
difícil que resulta ganarse el pan con los beneficios generados por una empresa
o un fondo de inversión.
Y digo yo, ¿por qué no aplicamos la misma medicina a los políticos?
En el momento de empezar su mandato, cada político recibiría el dinero
equivalente a su sueldo mensual de cuatro años. Podría invertir ese
capital como quisiera. La única condición es que luego no se quejara de los
bajos beneficios generados por su fondo de inversión. Menos, de la quiebra de
la empresa en cuyo capital participa, a consecuencia de las leyes laborales y
fiscales que él mismo ha aprobado.
Moraleja: mientras los
políticos no asuman responsabilidades por las consecuencias económicas de sus
decisiones, se aprobarán muchas leyes nefastas para la economía.
La Tribuna de Albacete (25/05/2020)