La semana
pasada Mario Draghi se despidíó del Banco Central Europeo (BCE) con una traca
final. Tipos de interés todavía más bajos (negativos), barra libre de créditos
no solo para los bancos sino también para gobiernos y grandes empresas… Lo más
sorprendente, sin embargo, fue el reconocimiento que la política monetaria ya
no basta para reactivar la economía y superar la recesión que se avecina. La
política fiscal vuelve a ser un aliado necesario.
La propuesta
es cuando menos extraña. Por una parte, la UE tiene un presupuesto demasiado
pequeño para propulsar la actividad económica de la Eurozona. Por otra, las
autoridades europeas llevan años defendiendo políticas de austeridad fiscal,
temerosas de que el déficit público encube nuevos problemas financieros. Las
nuevas propuestas implican un cambio en el guion. No se trata de tolerar que gobiernos con apuros financieros
se lancen a emitir deuda que solo el BCE compraría. Se trata de que los países
con mayor holgura fiscal (Alemania y Holanda), aumenten su gasto público e
impulsen una elevación de los salarios para que la periferia europea pueda exportar
más y generar nuevos puestos de trabajo e impuestos con los que saldar sus
déficits. Tendríamos un crecimiento más armónico y equilibrado en los 27 países
de la UE.
La propuesta
me parece correcta. Lo único que le ha faltado a Draghi es reconocer que este
tipo de medidas ya las había sugerido John M. Keynes después de la Segunda
Guerra Mundial. A su entender, el nuevo orden internacional debería evitar
tanto los déficits crónicos como los superávits crónicos. Déficit y superávit son
dos caras de la misma moneda. La recesión alemana en ciernes es el resultado de
haberse quedado sin compradores solventes fuera de sus fronteras y sin
prestatarios capaces de cumplir sus compromisos financieros.
La Tribuna de Albacete (16/09/2019)