“El hambre
es el motor de la historia”, “¡Ay si el hambre fuera contagiosa! El problema se
hubiera solucionado hace tiempo”.
Siglo
tras siglo, el hambre ha originado traslados masivos de la población con sus
pros y sus contras. El hambre sigue siendo la principal causa de los
movimientos migratorios del siglo XXI y sus consecuencias han ocupado las
primeras portadas en el verano de 2019. En el RU, la respuesta a estos flujos
demográficos indeseados ha sido el Brexit. Respuesta, que no solución. La
disolución del Parlamento británico, al más puro estilo bolivariano, nos ha
dejado a todos boquiabiertos. En Italia, el Gobierno de Salvini ha caído por sus
planteamientos xenófobos. En España, los bandazos del Gobierno Sánchez ante el
drama migratorio, han conseguido unir en su contra a todos los grupos del
Parlamento. ¡Inaudito!
Aunque
el hambre no sea contagiosa, sus efectos sí lo son como lo evidencian las
invasiones por mar (pateras) y por tierra (salto de vallas). O por el crimen organizado
y la confrontación social que van “in crescendo”.
Estos hechos nos obligan a
llegar al fondo del problema y buscar soluciones internacionales y sostenibles.
La clave está en promover el desarrollo del Tercer Mundo. Para este fin se
aprobaron los objetivos de desarrollo del milenio (2006-2015, prorrogados hasta
el 2030). Lamentablemente, la crisis de 2008 se llevó su instrumento principal:
el compromiso de que cada país canalizara el 0,7% de su PIB en ayuda al
desarrollo. Estos fondos debieran garantizar la educación, sanidad y
comunicaciones en el Tercer Mundo. Sobre estas bases surgirá un “boom” de inversiones
privadas que asegure empleo sostenible en los continentes olvidados.
Hablando
en plata: si los países ricos no somos generosos por motivos altruistas,
seámoslo, al menos, por el temor al contagio.
La Tribuna de Albacete (02/09/2019)