El carácter nacional de los acuerdos de la ONU
dificultan los compromisos
Dentro de
una semana tendrá lugar en Paris la XXI Conferencia sobre Cambio Climático. Sus
organizadores aspiran a lograr un acuerdo vinculante que englobe a todos. No
como el de Protocolo de Kioto de 1997 que dejó fuera a los mayores
contaminantes (EE.UU y China). Ni el de Copenhague de 2009 que fue un brindis
al sol. El objetivo final del protocolo de Paris consiste en asegurar que en el
2100 la temperatura en la superficie del planeta no supere en más de dos grados
los niveles de la época preindustrial. Al ritmo actual estaría por encima de
los cuatro grados con graves efectos sobre las condiciones de vida de nuestros
tataranietos. El objetivo intermedio apunta a una reducción gradual de las
emisiones de CO2 para reducirlas a cero a partir de 2050. Es la sentencia de
muerte del carbón y el petróleo y demás energías fósiles.
El debate
entre prestigiosos científicos, economistas, juristas y políticos, dice mucho
del ser humano. Rompe la imagen del “homo economicus”, ese maximizador egoísta
de la propia utilidad desde una perspectiva rabiosamente individualista y
cortoplacista. “¡Después de mí el diluvio!”. Con independencia de su mayor o
menor éxito, las cumbres del clima han puesto en evidencia el carácter social y
moral del ser humano. Social por cuanto se reconoce parte de la gran familia
humana. Moral por cuanto se responsabiliza de lo que hace y deja de hacer y
acepta sacrificarse por esos “familiares” que ni tiene el gusto de conocer, ni
le recompensarán por sus sacrificios.
Las
dificultades de estas cumbres no derivan tanto del egoísmo de los ciudadanos y
sus representantes políticos cuanto del carácter nacional de los acuerdos de la
ONU. Aunque la mayoría de los políticos acepten en privado la necesidad de
limitar las emisiones de CO2, son reacios a mojarse. ¿Cómo explicarían a sus
votantes que han asumido nuevas obligaciones sin poner sobre la mesa alguna
ventaja tangible?
Una economía
globalizada requiere de instituciones internacionales que, en la medida que
representan directamente al pueblo, puedan obligarle. Los estados que decidan
quedarse fuera de estos acuerdos, deberían asumir la carga de explicar a sus
ciudadanos el coste de vivir aislados del resto del mundo. Este coste podría
conllevar el pago de tasas adicionales en el comercio internacional de aquellas
mercancías que no se producen de forma limpia.
La Tribuna de Albacete (23/11/2015)