El límite del déficit debiera de ser diferente en
las épocas de auge y de recesión
Esta semana
va de déficit. (Mi ordenador añadiría a gusto una “s” para indicar que los hay
de muchos tipos, pero la Real Academia me lo impide). El Gobierno español está
pendiente de que la Comisión Europea le permita liquidar sus presupuestos con
un déficit superior al 6% del PIB y que retrase hasta el 2016 el ajuste al 3%.
Las comunidades autónomas más endeudadas piden al Gobierno central que les aplique
la misma moratoria y autorice déficit del 2% (en lugar del 1,5% al que se
comprometieron).
Para
entender la historia del déficit hay que remontarse al Tratado de Maastrich.
Desde febrero de 1992 el Tratado de la UE obligó a los estados miembros a
mantener el cociente déficit/PIB por debajo del 3% y el cociente deuda/PIB por
debajo del 60%. ¿Es mucho o poco ese 3%? –Las dos cosas a la vez. En las épocas
de auge un 3% apenas restringe. De hecho, en los años anteriores a la crisis el
Gobierno español liquidó el presupuesto con superávit sin esfuerzo alguno.
Gastaba más que nunca pero los impuestos crecían todavía más deprisa. Un 16% de
IVA sobre unas viviendas que se multiplicaban como setas y cuyo precio subía
cada año un 10%, ese IVA daba para alimentar los sueños de los gobiernos
centrales, regionales y locales. Cada capital de provincia se creía con derecho
a una universidad y un AVE. ¿Hay alguien que se oponga?
La crisis
acabó con estos sueños. La recaudación de IVA y del IRPF se desplomaron con el
parón de la construcción y el consiguiente aumento del paro. Pero las
universidades y otros servicios públicos creados en la época de las vacas
gordas seguían ahí y su mantenimiento era igual de caro. Un trayecto en AVE
cuesta lo mismo con independencia de que viajen mil o diez personas. El coste
de la deuda pública acumulada no sólo se mantenía sino que crecía
aceleradamente.
De estos
datos se infieren tres lecciones que todos, empezando por la UE, debiéramos
aprender. La primera es que el límite de déficit debiera de ser diferente en
las épocas de auge y de recesión. La segunda es que ese umbral debería
referirse exclusivamente al déficit primario. Por estar fuera del control del
gobierno no entran aquí los intereses de la deuda; tal vez también deberíamos
excluir el subsidio de paro. La tercera lección es que el gasto público puede y
debe jugar un papel estabilizador.
Entiendo que
hay que poner un límite a los afanes expansionistas de los gobiernos. ¡Pobres
de nosotros si les diéramos un talonario de cheques en blanco con el pretexto
de estabilizar la economía! Lo que propongo es vincular el gasto público (y los
umbrales de déficit) a indicadores más estables que la renta. La población, por
ejemplo. De ella dependen los servicios públicos más importantes del estado del
bienestar: seguridad social, sanidad, educación, orden público… Si se hubiera
tenido en cuenta este indicador en las épocas de vacas gordas no se hubieran
creado tantos servicios superfluos y hoy tendríamos garantizados los servicios
indispensables.
¿Y los
ingresos? ¿A qué indicador podríamos ligarlos a la hora de calcular el umbral
del déficit apropiado a cada etapa del ciclo económico? La base que se tenía en
cuenta en el 2007 no tenía fundamentos. Los impuestos estaban distorsionados
por la inflación de bienes y servicios, amén de las burbujas especulativas en
los mercados de activos. De haber eliminado estas distorsiones aquel superávit
del 2% tal vez se hubiera convertido en un -2%. Por la misma lógica, el actual
-2% de las comunidades autónomas y el -6,5% del gobierno tal vez no sean tan
fuertes como puede parece a primera vista.
Pero, ¿y
los mercados? Si un 10% de déficit fue suficiente para desatar su ira y
disparar la prima de riesgo del 0 al 6%, ¿qué pasaría si relajáramos el
objetivo del déficit? No lo sé; hay muchos factores en juego. No me extrañaría
que se relajara cuando vuelva el crecimiento y el BCE ejerza como auténtico
banco central. Lo que más atemoriza a los inversores es no ver el final del
túnel.
La Tribuna de Albacete (22/05/2013)