Los políticos intervencionistas (¿hay
alguno que no lo sea?) suelen arrogarse la facultad de identificar el interés
general con el suyo propio. La ética con su estilo de vida. Por desgracia, el
mejor político es aquel que logra conquistar el poder, aumentarlo día a día y perpetuarse
en la poltrona. La deriva hacia el autoritarismo y la corrupción vienen de
forma natural. Ya lo dijo Lord Acton: “Todo poder tiende a corromperse y
corromper; el poder absoluto lo hace absolutamente”. La corrupción económica se
aprende en el ejercicio del poder. Suele estar correlacionada con el volumen de
dinero a disposición de los políticos y la discrecionalidad con la que se les
permite manipular el dinero ajeno.
El liberalismo económico clásico nació
para atar de pies y manos al Estado intervencionista. Los presupuestos generales del Estado se
concibieron como la horma para limitar el gasto público y los impuestos a lo
estrictamente necesario. De no existir unos límites claros, hemos de temer que el
Estado se expandiría sin límite. Las instituciones “inclusivas” de las que habló el premio nobel de Economía, Daron Acemoglu, se convierten en
instituciones “extractivas”. La economía pasa a ser un juego de suma cero en el
que las ganancias de uno se consiguen, necesariamente, a costa de otro. Al
final todos acaban perdiendo pues desaparece la iniciativa económica privada, fuente
del empleo, la riqueza y los mismos impuestos. ¿Quién se va a molestar en
innovar, invertir y trabajar con denuedo si puede vivir a base de subvenciones?
O si le quitan más del 50% de sus beneficios y salarios con
impuestos.
El lector ecuánime me advertirá que no todos los políticos son así. De acuerdo. Pero todos están expuestos a las mismas presiones. Cada día ven en las portadas de la prensa una fechoría más alarmante … y no pasa nada. Todas estas cosas explican la creciente atracción hacia partidos liberales de jóvenes que tienen muy poco que perder.
La Tribuna de Albacete (24/11/2025)