domingo, 28 de septiembre de 2025

Reinventar la ONU

 

Los mandatarios de los 193 Estados que componen la ONU se reunieron la semana pasada en Nueva York para celebrar su 80 aniversario. Poco que celebrar en un momento en el que suenan tambores de una guerra mundial a raíz del recrudecimiento de los conflictos en Gaza, Ucrania y Sudán. Para llegar al fondo del problema, empezaré por recordar que un mundo cada vez más complejo y global (interdependiente) necesita de instituciones multilaterales. Si no tuviéramos la ONU habría que reinventarla. La experiencia de estos ochenta años puede ayudarnos en este proceso de renovación.

               El bautismo de la nueva ONU habría de lavar su pecado original. No se puede crear un organismo internacional donde cinco estados tienen el derecho de vetar las resoluciones aprobadas por la Asamblea General. Me refiero a los cinco miembros natos y permanentes del Consejo General: EE.UU, R.U., Francia, Rusia y China. La dignidad personal, la justicia social y el sentido común exigen que todos los países tengan al menos un voto, ampliable según el número de habitantes. Vetos: ninguno. El que no esté de acuerdo que se vaya.

               La segunda transformación es que la nueva ONU se centre en su función genuina: garantizar la paz y seguridad contra ataques externos. La ONU ha perdido apoyo popular tras convertirse en un instrumento de propagación de ideologías. Los revolucionarios de Paris-68 recalaron en el organigrama administrativo de la ONU y allí se han reproducido por pura endogamia. Tan solo un ejemplo, el más sangrante. Las ayudas al desarrollo de los pueblos (que, repito, no debieran formar parte del mandato de la ONU sino de otro organismo independiente).esas ayudaas han sido condicionadas a la despenalización del aborto y el impulso de la ideología de género.

               Para ser creíble, la nueva ONU debiera ser eficaz. Los decorativos cascos azules debieran convertirse en una  estructura militar, pequeña pero bien dotada, con capacidad de frenar cualquier invasión. De ser necesario, pediría ayuda militar a sus países miembros.

La Tribuna de Albacete (29/09/2025)

domingo, 21 de septiembre de 2025

Modernidad (y 4): El Estado-Nación

 

En el campo político, la gran contribución de la Modernidad fue la creación del Estado-Nación.  Francia y España abrieron camino en el siglo XVI. El Tratado de Westfalia de 1648 lo apuntaló. El elemento esencial del Estado-Nación es la identificación de la ciudadanía con una cultura nacional y la identificación de ese pueblo y cultura con el Estado centralizado que decía encarnarlos. 

En el siglo XIX el movimiento se generalizó por doquier, aunque pronto resultó evidente la existencia de Estados sin una Nación detrás, y naciones sin un Estado delante. En el siglo XX se impuso una economía y cultura globales que desbordaban al Estado-Nación. En un intento de mantener el status quo, los estados se encargaron de solventar los conflictos nacionales, y delegaron en organizaciones internacionales de nueva planta la solución de los globales. Los dos ejemplos que actualmente invaden nuestras pantallas son la invasión de Ucrania por Putin y el genocidio de palestinos en Gaza bajo el liderazgo de Netanyahu. Más antiguos, pero no menos lacerantes, son la huida de siete millones de venezolanos de su país; y de los 200.000 saharauis que hubieron de refugiarse en Argelia para escapar del la dictadura marroquí.

A nuestro entender, la responsabilidad de estas tropelías recae fundamentalmente en las organizaciones internacionales que fueron creadas, precisamente, para garantizar la paz y el respeto de los derechos fundamentales de todas las personas. Parte de la culpa recae también en los Estados oportunistas que azuzan los conflictos internacionales, incapaces como son de solucionar sus problemas internos o para ganar la popularidad que les falta. Lo mejor que estos políticos pueden hacer es presionar a la ONU, OTAN y demás organismos internacionales que sí tienen competencias y medios para poner fin a tales conflictos.

La Tribuna de Albacete (22/09/2025)

domingo, 14 de septiembre de 2025

Modernidad (3) - La falacia de la paz perpetua

 

Immanuel Kant, el gran filósofo de la modernidad, escribió en 1795 un ensayo titulado “La paz perpetua”. A su entender, si los hombres se guiaran por la “razón práctica” comprenderían que la guerra no favorece a nadie. Hasta los conflictos religiosos se esfumarían cuando la fe quedara subyugada a la razón. Un siglo después, el economista francosuizo, Leon Walras se auto propuso para el premio Nobel de la paz tras demostrar matemáticamente que el libre comercio internacional no es un juego de suma cero donde unos ganan a costa de otros. Todos pueden beneficiarse simultáneamente de la prosperidad económica. Las guerras por motivos económicos no tienen razón de ser.

               El siglo XX demostró la falacia de estas profecías. Dos guerras mundiales seguidas de 40 años de guerra fría. La guerra caliente continúa hoy en todos los continentes. En Europa, cerca de la ciudad de Kant, una guerra inesperada entre rusos y ucranianos. En
África, los países más pobres se desangran en guerras civiles. En el Oriente Próximo, un conflicto perenne entre árabes y judíos que hoy supura en Gaza. En las tierras colindantes, los cristianos son masacrados en sus propias iglesias a manos de musulmanes fanáticos. Por doquier, nacionalismos excluyentes que alimentan el odio, fuente de todas las guerras.

               El error de la modernidad consistió en ignorar la naturaleza del ser humano, capaz de lo mejor y lo peor. Olvidó la fragilidad de la razón y voluntad humanas, así como la necesidad de educarlas en la familia, la escuela y las organizaciones. Nadie es capaz de pensar correctamente cuando está enfadado. Tampoco actuaremos con justicia y generosidad si nuestra única preocupación es aumentar el poder y satisfacción personal. La paz perpetua es una quimera. El esfuerzo por cultivar las semillas de la paz por métodos pacíficos, eso sí que debiera ocuparnos perpetuamente a escala individual y social.

La Tribuna de Albacete (15/09/2025)

lunes, 8 de septiembre de 2025

Modernidad (2): Ciencia y universidad

 

Seguimos con el estudio de la revolución de la modernidad contra la “sabiduría” que se explicaba en las universidades de la Edad Media, una simbiosis de la filosofía greco-latina y la cristiana. En esa síntesis se enfatizaba la existencia de verdades objetivas que la razón era capaz de conocer y podía aplicar para mejorar la condición del ser humano, nunca para rebajarla.

La revolución de la modernidad alcanza su zénit en el siglo XIX con nuevas versiones de la ciencia, la tecnología y la enseñanza universitaria. La acumulación del capital hizo posible el crecimiento acelerado de esos tres elementos. Lamentablemente, faltando unas raíces saneadas, el proceso adoleció de altibajos y confusiones. La primera falla deriva de negar la existencia de verdades científicas y morales objetivas. Solo era científico (y por ende, objeto de estudio en las universidades) aquello que podía medirse y tratarse en un laboratorio. El estudio filosófico pasó a ser una rémora de tiempos oscuros. La segunda falla, fue creer que todo lo que salía de esos laboratorios era “neutral”, ajeno a cualquier valoración moral. La ciencia y la tecnología, el beneficio y la utilidad, pasaron a ser los criterios de moralidad.

La fragmentación es otra de las características de la modernidad. Es un avance que los centros de investigación se especialicen en el diagnóstico y cura de las enfermedades actuales. Nos parece un retroceso, empero, que esos centros no compartan unas bases comunes que les permitan enriquecerse mutuamente. El resultado final es que los científicos y profesores son incapaces de reflexionar sobre temas y métodos ajenos a su especialidad.

Me permito sugerir el título de un libro a escribir por profesores universitarios jubilados: “Viejos recursos para afrontar los problemas perennes de la humanidad que que la modernidad no ha hecho más que empeorar”.

La Tribuna de Albacete (08/09(2025)

lunes, 1 de septiembre de 2025

Modernidad, quién te ha visto y quién te ve

            Las vacaciones veraniegas son una magnífica oportunidad para tocar el fondo de las cuestiones cruciales que enmarcan nuestra manera de pensar y actuar. Yo las he aprovechado para recordar el cambio radical que se produjo en Europa (y, por contagio, en el resto del mundo) bajo la bandera de “la modernidad”. Desde el siglo XVI las élites intelectuales se confabularon para eliminar el legado de la Edad Media, sin discriminar entre los materiales obsoletos y aquellos que resultaban esenciales para construir personas juiciosas y sociedades pacíficas.

               Ante todo, la modernidad se afanó por diluir ese Dios que el vulgo situaba por encima del hombre. Para conseguirlo fue necesario aniquilar las religiones que decían lo contrario (el cristianismo en particular), amén de las familias que mantenían, generación tras generación, la fe en Dios y en la Iglesia.

            La modernidad trastocó los fundamentos filosóficos que los pensadores cristianos (San Agustín y Sto. Tomás) derivaron de la Grecia clásica. El subjetivismo y el relativismo desplazaron a la ley natural que nos permite saber quién es el ser humano y qué principios objetivos deben regir su comportamiento. Los avances científicos y tecnológicos reemplazarían la fe y esperanza que animaron a los incultos hombres del medievo.  El Estado democrático de Derecho aseguraría la justicia y la paz.

        Lamentablemente, estas ideas han sido enterradas por sus propias contradicciones dando origen a la “postmodernidad”. El ateísmo, subjetivismo y relativismo han hurtado el sentido de nuestras vidas y nos han enfrentado unos contra otros a una escala desconocida. El mejor ejemplo del sinsentido de la postmodernidad lo suministra el feminismo radical a tenor del cual ya no hay hombres ni mujeres, cada uno decide el sexo con el que se identifica en cada momento. Lo peor: a esto se le llama “progreso”.

La Tribuna de Albacete (1/09/2025)