En la columna de la semana pasada
comentamos “El Príncipe” de Maquiavelo, ese libro iconoclasta publicado
en 1532. El Príncipe desvela que, por regla general, el objetivo de los
políticos es llegar al poder y perpetuarse en él (como sea). Y, de paso, acrecentar
el alcance y discrecionalidad del poder (como sea). Las palabras escritas entre
paréntesis reflejan el principio básico del maquiavelismo: “el fin justifica
los medios”.
Hace unos días, un ministro español afirmó
solemnemente que “mientras la estupidez y la codicia existan tendremos
corrupción en la política”. Las redes (y los propios políticos) no tardaron en
criticar las palabras del Sr. Puente por el desprestigio que podían generar
hacia la actividad política y la misma democracia. Los más ortodoxos insistieron
en multiplicar los reglamentos y funcionarios anticorrupción. Maquiavelo
hubiera matizado que los políticos no son ciertamente los más listos, pero sí
muy astutos. Tan astutos que logran convencer al pueblo que el interés general
coincide con el suyo (que incluye a su familia de sangre y/o política). Para
asustar a los indecisos gritan que cualquier cambio en el poder político
sembraría el caos. Por otra parte,
¿quién controlaría a los inspectores y los inspectores de los inspectores?
No todo son mensajes tóxicos en el
libro de Maquiavelo. Yo aprendí tres lecciones importantes. La primera es
educar en el realismo. Niños y adultos deben conocer las tentaciones a las que
están sujetos los políticos y que ellos mismos tendrán que combatir si algún
día se dedican a esos quehaceres. La segunda lección recomienda limitar el
poder, la discrecionalidad y el tiempo de los políticos. La tercera nos anima a castigar con nuestro
voto a los políticos y organizaciones envueltos en cualquier tipo de corrupción e hipocresías.
Lamentablemente estas tres lecciones
quedarán en humo si no volvemos a prestigiar la ley natural. Esa ley que se
concreta en tres líneas rojas: no matar, no robar, no mentir.
La Tribuna de Albacete (21/07/2025)