En la
distopía en la que nos hemos instalado, el coronavirus podría ser sustituido
por el virus de la inflación. No afecta nuestra capacidad pulmonar pero sí a la
capacidad adquisitiva de las rentas ganadas. Todos acaban perdiendo excepto el
Gobierno quien, sin moverse del trono, ve como aumenta la recaudación y disminuye
la carga de la deuda pública.
En 2022,
el detonante de la inflación fue la guerra de Ucrania que cortó el suministro
de energía. El problema energético está en vías de solución, pero el virus
inflacionista ha saltado a los alimentos cuyos precios han subido un 15%. Todo
esto forma parte de la “inflación de costes”.
La inflación
también puede presionar desde el lado de la demanda impulsada por la creación
de dinero. Si el crédito a la economía crece sistemáticamente por encima de las
cantidades producidas y si el Gobierno se financia con deuda pública comprada
por el BCE, las presiones de demanda pueden generar una hiperinflación de tres o
cuatro dígitos. La República de Weimar (1920) y la Venezuela de Maduro ilustran
bien las consecuencias de una hiperinflación.
Entiendo
que, en la situación actual, el riesgo mayor consiste en la propagación del
virus por las expectativas inflacionistas. Los sindicatos exigen un incremento
del salario nominal para cubrir la inflación registrada y un poco más, por si
acaso. Al día siguiente los empresarios trasladan a los precios la subida
salarial y un poco más, por si acaso. El desenlace de una espiral
precios-salarios queda reflejado en la crisis del petróleo de 1973. En junio
del 1977 el IPC había llegado al 27%. El problema se solucionó con la política
de rentas instrumentada en los Pactos de la Moncloa. Allí estaban dos
catedráticos de economía que aceptaron mojarse en política: D. Enrique Fuentes
Quintana y D. Ramón Tamames. Espero que el Dr. Tamames pronto nos contará el
secreto del éxito de aquella operación.
La Tribuna de Albacete (27/02/2023)