Muchos
asuntos de la actualidad española llaman mi atención. El que más me escandaliza
es el conflicto sobre la renovación de los miembros del Tribunal Constitucional
(TC) y del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Para colmo, las trifulcas
se entablan a micrófono abierto y se oyen en Estrasburgo.
En
España existe la tradición de que los dos partidos principales consensuen los
nuevos nombramientos. Tras dos años sin acuerdo son muchos los jueces de los
altos tribunales que están “en funciones”. El PP alega que nada puede pactar con
un partido que lo primero que hizo al llegar al poder fue nombrar fiscal
general a su ministra de Justicia. Lo segundo, fue atar de pies y manos a los
jueces en funciones del CGPJ. La semana pasada se revocó la
norma anterior solo para permitir al Gobierno nombrar a los cuatro jueces que le correspondían tras las
últimas jubilaciones. ¿Dónde queda el carácter general y universal que caracteriza a la ley?
La
Unión Europea se lleva las manos a la cabeza cuando le cuentan estas cosas.
Su consejo es claro: dejen a los propios jueces que diriman sus asuntos; así lo
hacen las democracias que respetan la separación de poderes. La solución
europea me parece aceptable, aunque llega un poco tarde. Los ciudadanos españoles
saben de antemano el signo de cada sentencia contando los jueces progresistas o
conservadores que hay en el tribunal.
Si yo
fuera el Sr. Feijóo me acercaría mañana mismo a la Moncloa para proponer al presidente
un doble cambio. Primero, prohibir las organizaciones judiciales con sesgo
político. Segundo, sortear los cargos vacantes en los altos tribunales entre los
jueces que cumplan ciertos requisitos y estén dispuestos a aceptar.
Admito
que mi propuesta quitaría “glamour” al poder judicial. Los jueces se limitarían
a aplicar la ley. ¡Terrible!
La Tribuna de Albacete (27/067/2021)