La democracia es la mejor contribución de la Edad Moderna a la civilización occidental. Los Padres de la Nación Americana y de su Ley Fundamental de 1787 dejaron claro que para sostener una democracia era indispensable un sistema de checks and balances donde los poderes se controlan y contrarrestan mutuamente. Además de los tres poderes clásicos auspiciados por Montesquieu en 1748 (legislativo, ejecutivo y judicial), advirtieron de la necesidad de una Constitución cuyos principios vincularían a todos los poderes públicos, cuyo intérprete y garante sería el Tribunal Constitucional y cuya modificación requeriría de una mayoría muy cualificada. El segundo contrapeso es la organización federal. El Gobierno central compartiría competencias con los estatales (regionales), posiblemente de diferente color político.
La
Constitución española recoge todos y cada uno de estos contrapesos y añade otro:
la monarquía. El Rey es un Jefe de Estado que no está sometido a la presión directa
de los partidos, ni a esa visión cortoplacista que obnubila a quienes deben
ganar elecciones cada cuatro años.
La necesidad de asegurar la eficiencia en la gobernabilidad ha diluido la separación entre los poderes
legislativo y ejecutivo. Se trata de un fenómeno generalizado y una razón adicional
para reforzar la independencia del resto de poderes. Lamentablemente la
izquierda española puja en sentido contrario. Con la excusa de acercar las
instituciones al pueblo, socialistas y comunistas desean que el Parlamento (el
51% de los parlamentarios) elija al Jefe de Estado y a la cúpula del poder
judicial. La erosión del contrapeso autonómico la dejan a las derechas.