Al construirse el Capitolio de
Washington en 1873 alguien sugirió que sus salas estuvieran presididas por las
personas que más habían contribuido a levantar la nación norteamericana. Cada
uno de sus 50 estados tenía el derecho de proponer un nombre. El Estado de
California escogió al “civilizador y evangelizador de estas tierras, fray
Junípero Serra”.
Nuestro fraile nació en una humilde familia de Petra,
Mallorca. Dejó el calor de la familia y su flamante cátedra de filosofía para
seguir su vocación misionera. A medida que avanzaba hacia el noroeste del
continente americano se percató que el nivel cultural y profesional de los
indios era más y más bajo. Al llegar a la Alta California, su creatividad le llevó
a fundar “misiones” donde convivieran europeos con indios, clérigos con laicos.
Enseñaron a los indios a cultivar las tierras, explotar el ganado y practicar todo
tipo de oficio. Simultáneamente les transmitieron la fe en Dios Padre que nos
hace a todos hermanos y en Jesucristo que nos muestra la verdadera estatura del
hombre.
Fray Junípero siempre vio a los indios como personas que había
que defender y promocionar. En cierta ocasión, sorteando a un Gobernador
déspota que controlaba su correspondencia personal, recorrió cientos de
kilómetros para entregar en mano una carta al Virrey (Méjico). Esta carta constituye
una auténtica declaración de los “los derechos de los indios”. Le pidió el cese
de Pedro Farges, un Gobernador más interesado por el oro que por las personas. Lo
consiguió.
Cuento todo esto porque anteayer en la ciudad de los
Ángeles (una de las 9 misiones fundadas por el santo) un grupo de justicieros
derribaron su estatua, la golpearon y la pintaron de rojo-sangre. ¿A qué viene esa fiebre iconoclasta? ¿Será una
muestra de incultura? ¿Será el odio que no puede resistir tanto tiempo
confinado? ¿Serán arrebatos de grandeza propios del adanismo? Sea lo que fuere,
urge poner las cabezas en su sitio. Mejor que cada uno empiece con la suya.
La Tribuna de Albacete (22/06/2009)