En
tres días, el coronavirus ha transformado los hábitos de los españoles y hasta
el mismo paisaje ibérico. Calles vacías, terrazas con las mesas apiladas, iglesias
cerradas, parques infantiles precintados, estadios de fútbol al principio sin
espectadores y ahora sin jugadores… Semejante escenario se presta a escribir
una tragicomedia. Por internet ya circulan los vídeos más trágicos y los más
cómicos. Los primeros nos recuerdan las epidemias históricas que asolaron el
viejo y el nuevo mundo, o las profecías apocalípticas de Jeremías: “En el
campo, muertos a espada. En la ciudad, desfallecidos de hambre”. El vídeo que
acabo de recibir explota el lado cómico: “Aviso de las autoridades. Lo que más
contamina son los billetes. Por favor, introduzca los que encuentre en su casa
en una bolsa de plástico y deposítela junto a la puerta. Nuestro personal
especializado pasará a recogerla lo antes posible”.
De todo lo visto y oído, yo me
quedo con los aplausos que escuché el sábado 14 a las 22 horas. La noche era
cerrada y las calles estaban vacías. De repente la gente recluida en sus
viviendas salió a los balcones y empezó a aplaudir. Fue un aplauso entusiasta y
contagioso para agradecer al personal sanitario su generosidad. La generosidad de
tantas personas que trabaja en los hospitales hasta el agotamiento y pone en
riesgo su salud para preservar la nuestra.
Tres minutos después, las
ventanas volvieron a cerrarse y las calles a enmudecer. ¡Suficientes! Con este
sencillo acto de gratitud pudimos sacudirnos el miedo y la monotonía. Esos tres
minutos reavivaron en nuestro subconsciente una lección importante. A saber, lo
que mueve este mundo y protege a sus pobladores no es el dinero, ni las armas,
ni la diplomacia, ni las buenas palabras. Son los sencillos gestos de
generosidad de innumerables personas anónimas.
La Tribuna de Albacete (16/03/2020)