Deambulo por mi casa cuando se
cumple la primera semana del confinamiento domiciliario. Un gran espejo preside
el salón. Mientras yo contemplaba mi imagen menguante, el espejo ha tenido la
osadía de interpelarme.
“Estás irreconocible, susurró. ¿No eras tú el que tanto necesitaba
pisar calle y tocar gente para sentirte vivo? El que bajaba al bar para gritar los
goles de un equipo invencible. El que tomaba el pulso de la ciudad en las
procesiones de Semana Santa. El que presumía de organizar a sus colegas de
trabajo. ¿A qué se dedica ahora un general sin ejército? ¿Cómo es posible que se
deje mandar por un virus invisible y ciego?”
El interrogatorio se volvió más incisivo. “¿No eras tú quien se quejaba, a modo de muletilla, que no
tenía tiempo para nada? Pues toma regalo: 24 horas al día, 7 días a la semana. No
te lamentes ahora de que no sabes dónde colocar tantas horas. El coronavirus ha
venido a demostrarte que casi todas esas actividades venían impuestas desde
fuera y no podían llenar el pozo sin fondo de tu alma. Hoy tienes la
oportunidad de llenarla desde dentro. Empieza por reconstruir la jerarquía de
valores. La familia bien arriba, ya ves que es lo único que te queda. Aprovecha
para agradecer a tu cónyuge su presencia y a jugar al parchís o al kahoot con
vuestros hijos. Renacerá el niño que llevas dentro. Él te enseñará a encontrar
la parte buena de todas las cosas”.
Y el espejo concluyó. “No
desaproveches esta etapa de confinamiento para reencontrarte contigo mismo. Para
preguntarte por el sentido profundo de tu vida. También, por qué no, por el sentido
del dolor y de la muerte. No digo que estén a la vuelta de la esquina, pero
bien sabes que llegarán. Ah, y apunta las dos preguntas que siempre caen en el juicio final: ¿Qué hiciste con el tiempo que Dios te regaló? ¿Cuánto amor pusiste en esas cosas?”
La Tribuna de Albacete (23/03/2020)