Uno
de los mejores violinistas del mundo fue invitado a interpretar un par de
conciertos en Nueva York. A pesar de los elevados precios, el Carnegie Hall se
llenó a rebosar. Todos escucharon en silencio reverente las notas que salían del
Stradivarius y ovacionaron al violinista durante largos minutos. Al despedirse,
el preguntó al empresario para cuándo estaba planeado su segundo concierto. “Para
mañana a la misma hora –le respondió– y si no le importa lo tocará en la
estación de metro Gran Central Terminal, vestido de harapos, como un mendigo
más”.
Así
lo hizo. Repitió las mismas piezas, con el mismo violín y el mismo entusiasmo. Nadie
se enteró de lo que allí estaba pasando. Los más generosos le arrojaron unos
céntimos. Pararse a escuchar, lo que se dice pararse, solo lo hicieron tres
personas y ninguna de ellas aguantó más de tres minutos.
Lo
que le sucedió a nuestro violinista es más común de lo que se cree. La mayoría
de nosotros vivimos entre maravillas sin percatarnos de ellas. La Navidad es la
maravilla de las maravillas. Dios se hace hombre y, para colmo, niño. Hace dos
mil años, solo unos pocos pastores y tres enigmáticos extranjeros, apreciaron
el misterio de la Navidad. En el siglo XXI, la proporción no debe de ser mucho
mayor. Las luces de neón ocultan a la estrella de Belén. El ruido ahoga el
susurro de Dios. Las prisas nos impiden pararnos a pensar. Ni nos asombramos
por el misterio de la Navidad, ni lo valoramos, ni dejamos que nos interpele.
Pero
el misterio más grande de la historia de la humanidad está allí. El niño-Dios
nos espera para llenarnos de su gracia.
La Tribuna de Albacete (24/12/2018)