El pasado
jueves el Congreso español aprobó tramitar una proposición de ley para la
despenalización de la eutanasia. Esperemos que no pase de “propuesta”. En caso
de que algún día se convierta en ley, podemos esperar un derrotero similar al
que ha seguido la legislación abortista. Empezaron justificando el aborto como una excepción a un derecho fundamental del ser humana, solo justificada por graves
problemas en la salud de la madre. Acabó convirtiéndose en una técnica más de
control de natalidad elevada a la categoría de derecho fundamental.
Los defensores de la eutanasia
presentarán casos extremos y los resolverán con argumentos lacrimógenos, de
esos que ahogan la capacidad de pensar. Ocultarán deliberadamente que nadie
defiende el encarnizamiento terapéutico; que los enfermos terminales van a
morir a sus casas con los analgésicos necesarios; que quienes padecen fuertes depresiones
tienen derecho a ser ayudados, no penalizados y, mucho menos, animados al
suicidio.
Con una ley
de eutanasia el Parlamento abrirá una pequeña brecha con la confianza (disimulada)
de que la sociedad y la práctica jurídica la amplíen hasta convertirla en un
agujero negro capaz de engullir todo, incluidos los abusos más deleznables. En
una sociedad envejecida, la eutanasia es la coartada perfecta para eliminar a
las personas que reportan un coste excesivo para el erario público o una espera
insoportable para los herederos. “Los afectados han de consentir”, dirán. Vale,
pero, ¿y si ya tienen demencia? ¿y si son unos bebés que no pueden calcular los
enormes sufrimientos que les acarreará un defecto físico? No especulo. En
Bélgica, la eutanasia infantil ya existe.
La eutanasia
representaría un hachazo a la Constitución. Mientras su artículo 14 proclama el
derecho a la vida los políticos se toman la prerrogativa de decidir cuándo
empieza y acaba esa vida. La eutanasia es un lastre que inclina la balanza
social hacia la cultura del descarte y de la muerte.
La Tribuna de Albacete (14/05/2018)