La
historia da perspectiva y la perspectiva nos permite fundar mejor nuestras
decisiones. Apenas dos años median entre el día que la Generalitat y el
Parlament optaron por la vía unilateral a la independencia y su consumación en
la declaración de la República Independiente de Cataluña. Tiempo breve, pero
suficiente para comprender que se trató de un auténtico golpe de estado, es
decir, de la sustitución de la legalidad vigente al margen de la Constitución. No
hubo violencia física pero sí desobediencia y deslealtad institucional a
raudales.
El Gobierno
optó por una respuesta de perfil bajo. Esperaría pacientemente hasta que se
cometieran actos delictivos y los recurriría uno tras otro ante el Tribunal
Constitucional. La judicialización del Procés
le obliga ahora a respetar las decisiones de los jueces, gusten o no
gusten.
Lo
que sí está en manos de los políticos es evitar un segundo Procés cuyos efectos ya nos resultan conocidos. Es la hora de la
política. Es el momento de tomar decisiones ejecutivas que impidan la
desobediencia flagrante e impune a las leyes y sentencias. De impedir que se utilice
el dinero de todos los catalanes para la causa independentista abanderada por
la mitad de ellos. De evitar que las instituciones catalanas gestionen sus
competencias para poner palos en las ruedas del Estado español. De impedir que
la deslealtad institucional campe a sus anchas, generando un ambiente de
crispación irrespirable.
La
deslealtad institucional puede compararse a ese compañero de equipo que te pone
el dedo en el ojo cada vez que se cruza contigo. El entrenador no puede pitarle
penalti, pero sí retirarlo a otra zona del campo menos transitada y menos
decisiva. Solo por un tiempo, hasta que se serene y decida volver a aceptar las
reglas del juego, amén de la lealtad con sus compañeros. En eso consiste el 155.
Para aplicarlo no hace falta esperar a que el partido esté perdido.