Aristóteles definió la “demagogia” como la degeneración de la democracia. Veinticuatro siglos después entendemos sus
temores al contemplar el auge de los partidos populistas. La democracia se ha
reducido a poco más que un juego de ganar elecciones y los populistas han escrito el manual más exitoso.
El
primer paso consiste en dividir la sociedad entre buenos (nosotros) y malos
(los otros). La terminología cambia según los lugares y tiempos: pueblo y casta;
comunes y élite; nacionales y extranjeros; patriotas y colonizadores…
Desde arriba,
como quien maneja un compás, el líder traza un círculo para demarcar el
territorio. El punto de apoyo es un elemento capaz de aglutinar a la mayoría
potencial de oprimidos y enfrentarlos a los opresores que supuestamente son
pocos pero poderosos. Si no se encontrara ese punto, bastará con apelar al
sueño del paraíso terrenal y suscitar la indignación de las masas desheredadas.
Se
necesitan líderes carismáticos que sepan transmitir ilusiones fuertes (ese paraíso
terrenal) y remover agravios ancestrales o modernos, capaces de espolear el
odio que enciende a las masas. Los típicos programas políticos donde se
articulaban objetivos y medidas han quedado obsoletos. Podrían ser
contraproducentes si alguien los invocara para exigir responsabilidades a los
políticos.
Los
“síntomas” es otra de las columnas de la estrategia populista. Un caso de
corrupción (mejor si son mil) probaría la existencia de un partido elitista que
explota al pueblo y que debemos reemplazar ya.
Paradójicamente,
lo peor que les puede pasar a los populistas es ganar las elecciones. Pronto
comprobarán que lo único que está a su alcance es renombrar las calles y que todos lean: “Plaza
del Paraíso Terrenal”.
La Tribuna de Albacete (13/11/2017)