Lo que caracteriza a los santos no es tanto lo que hacen
sino cómo lo hacen y cómo logran perseverar
En sus dos mil años de historia, la Iglesia,
formada por personas de carne y hueso como tú y cómo yo, tiene muchas cosas de
las qué arrepentirse. Su contribución al servicio de la humanidad es, no
obstante, inmensa. ¿Cuál es la más genuina contribución de la Iglesia?, nos
preguntamos hoy.
Algunos
destacarán sus aportaciones culturales. Desde luego, los catálogos europeos de
turismo quedarían bien mermados si destruyéramos las obras de arte de
inspiración religiosa. Otros encomiarán la promoción de los derechos humanos y
la ayuda a los más necesitados, una preocupación que va desde el Imperio Romano
hasta hoy en tu propio pueblo. Pero por encima de esas obras concretas, y como raíz
que las alimenta, yo señalaría a los santos. Ellos son la contribución más
genuina de la Iglesia a la humanidad. Personas de carne y hueso, como tú y como
yo, que, siguiendo los pasos de Cristo, se mejoraron a sí mismos para mejorar el
entorno donde les tocó vivir.
Ayer
el Papa Francisco canonizó a la Madre Teresa de Calcuta, encarnación de la misericordia
bien fundamentada. Nacida en Albania en 1910 pronto sintió la vocación
religiosa. Sus primeros veinte años los consagró a la enseñanza. Siendo
directora del Colegio de las Hermanas de Loreto en Calcuta, se replanteó su
vocación: ¿Dónde serviré mejor a la sociedad? ¿Formando a los niños que mañana tomarán
las riendas de este país o atendiendo a los pobres que hoy mueren en las calles
por falta de atención? “Fue la decisión más difícil de mi vida”, confesó la santa.
Ambas vocaciones le parecían cruciales y necesitadas de personas entregadas. Tras
dos años de discernimiento, tomó el sari blanquiazul y decidió consagrar su vida al servicio de
los más pobres entre los pobres.
Lo que identifica a los santos no es tanto lo que
hacen sino cómo lo hacen: por amor y con amor. También la fuente de dónde sacan
fuerzas para perseverar en esa entrega generosa: la oración, que permite
descubrir a Cristo en cada persona necesitada y que ilumina las noches oscuras del
alma, de las que nadie, ni siquiera la Madre Teresa, está libre. En cierta ocasión,
una periodista le pidió permiso para pasar un día junto a ella. Al despedirse
le mostró su admiración por su capacidad de entrega al tiempo que le lanzaba una
pregunta capciosa. “Lo que no entiendo, Madre, es por qué dedican ustedes tanto
tiempo a la oración”. Teresa le respondió: “Habrá de volver usted otro día; no
ha entendido lo más importante”.
La Tribuna de Albacete (5/09/2016)