lunes, 6 de abril de 2015

El drama de Occidente (y 2)

Hemos renunciado a la búsqueda de la verdad y el bien 
a través de la razón y el diálogo

La civilización occidental, de la que nos sentimos legítimamente orgullosos, bebe de tres fuentes: la filosofía griega, el derecho romano y la ética judeo-cristiana. Una filosofía que sitúa a la razón en el origen, en el fin y en cada uno de los múltiples caminos que los unen. El universo y el propio hombre aparecen como realidades objetivas aprehensibles por la razón y comunicables a través del diálogo entre personas que las miran desde diferentes puntos de vista. Un derecho destinado a organizar la convivencia social apuntalando realidades previas al Estado como son la persona, la familia y la propiedad. Su corolario lógico fue la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 basada en la ley natural. Una ética que no se refiere a una lista cerrada de prohibiciones sino a la capacidad innata que poseemos los humanos para discernir entre el bien y el mal. Hay conductas que facilitan la convivencia social y nos hacen felices. Tenemos el derecho y la obligación de practicarlas y enseñarlas a nuestros hijos. Las que llevan al conflicto y a la desesperación, mejor evitarlas.
Estas bases empezaron a erosionarse con el subjetivismo inyectado desde la Edad Moderna para acabar completamente licuadas en el postmodernismo contemporáneo, cuya expresión más acabada es la ideología de género. En el principio y fin de la evolución está el caos. La razón vendría a ser un producto tardío y casual de esa evolución. No sirve para fundamentar una sociedad porque lo razonable, lo justo y lo bueno cambia en cada generación. El derecho a la vida proclamado en 1948 dará paso al derecho a matar cuando así lo decidió la mayoría del parlamento unas décadas después. Ni siquiera la realidad de hombre y mujer pueden considerarse premisas objetivas sobre las que construir. Cada uno es del género que desea y punto.

Dialogar siempre ha sido difícil. Dialogar con el pensamiento débil que caracteriza a la postmodernidad es poco menos que imposible. Aquí radica el drama de fondo de nuestra sociedad. Al negar una naturaleza humana objetiva, hemos renunciado a la búsqueda de la verdad y del bien a través de la razón y del diálogo constructivo. Todavía nos queda un hilo de esperanza: que la gente piense y decida por sí misma; que analizando la experiencia histórica y personal, se quede con los estilos de vida que reportan alegría y paz, aunque no sean los que se predican en la tele.
La Tribuna de Albacete (06/04/2015)