Hemos renunciado a la búsqueda de la verdad y el bien
a través de la razón y el diálogo
La
civilización occidental, de la que nos sentimos legítimamente orgullosos, bebe
de tres fuentes: la filosofía griega, el derecho romano y la ética
judeo-cristiana. Una filosofía que sitúa a la razón en el origen, en el fin y
en cada uno de los múltiples caminos que los unen. El universo y el propio
hombre aparecen como realidades objetivas aprehensibles por la razón y
comunicables a través del diálogo entre personas que las miran desde diferentes
puntos de vista. Un derecho destinado a organizar la convivencia social apuntalando
realidades previas al Estado como son la persona, la familia y la propiedad. Su
corolario lógico fue la Declaración Universal de Derechos Humanos de
1948 basada en la ley natural. Una ética que no se refiere a una lista cerrada
de prohibiciones sino a la capacidad innata que poseemos los humanos para discernir
entre el bien y el mal. Hay conductas que facilitan la convivencia social y nos
hacen felices. Tenemos el derecho y la obligación de practicarlas y enseñarlas a
nuestros hijos. Las que llevan al conflicto y a la desesperación, mejor
evitarlas.
Estas bases
empezaron a erosionarse con el subjetivismo inyectado desde la Edad Moderna
para acabar completamente licuadas en el postmodernismo contemporáneo, cuya
expresión más acabada es la ideología de género. En el principio y fin de la
evolución está el caos. La razón vendría a ser un producto tardío y casual de
esa evolución. No sirve para fundamentar una sociedad porque lo razonable, lo
justo y lo bueno cambia en cada generación. El derecho a la vida proclamado en 1948
dará paso al derecho a matar cuando así lo decidió la mayoría del parlamento
unas décadas después. Ni siquiera la realidad de hombre y mujer pueden
considerarse premisas objetivas sobre las que construir. Cada uno es del género
que desea y punto.
Dialogar
siempre ha sido difícil. Dialogar con el pensamiento débil que caracteriza a la
postmodernidad es poco menos que imposible. Aquí radica el drama de fondo de
nuestra sociedad. Al negar una naturaleza humana objetiva, hemos renunciado a
la búsqueda de la verdad y del bien a través de la razón y del diálogo
constructivo. Todavía nos queda un hilo de esperanza: que la gente piense y
decida por sí misma; que analizando la experiencia histórica y personal, se
quede con los estilos de vida que reportan alegría y paz, aunque no sean los
que se predican en la tele.
La Tribuna de Albacete (06/04/2015)