Un sistema de dinero
fiduciario sin el respaldo de un auténtico banco central es como un país sin
ejército
En julio del
2012 la situación financiera en el sur de Europa parecía insostenible. La
refinanciación de la deuda pública española exigía pagar intereses del 7,6%, lo
que representaba una prima de riesgo de 650 puntos básicos sobre el bono alemán.
Algo parecido ocurría en Italia. Dada la magnitud de ambos países, resultaba
inviable un rescate financiero al estilo de los implementados en Grecia,
Portugal e Irlanda. Se temía, y con razón, que la quiebra financiera de los
gobiernos y de los grandes bancos españoles e italianos, acabara con el euro. Alguien
animó a Mario Draghi, Presidente del BCE, a coger el micrófono y pronunciar
esta frase: “El BCE está dispuesto a hacer todo lo que haga falta para
preservar el euro”. Bastó esta frase para que la prima de
riesgo del bono español bajara 50 puntos. Sin necesidad de hacer nada relevante, ha seguido cayendo hasta los actuales 150
puntos. La tensión financiera en el sur de Europa y los ataques especulativos
contra el euro desaparecieron como por ensalmo.
Los grandes inversores
internacionales saben que un banco que gestiona la emisión de una moneda fuerte
(como lo son el dólar y el euro) pueden tapar todos los agujeros que aparezcan
en las finanzas públicas o en el sistema bancario. La clave está en que los ciudadanos
confíen en la solvencia de esas monedas y las sigan utilizando como medios de
cambio y depósitos de valor. No menos importante es la confianza en un banco
central capaz de actuar como prestamista de última instancia. Pero, ¿entrarían
en la legalidad europea este tipo de actuaciones?
El BCE se
gestó en el Tratado de Maastrich de 1992. Según la “nueva política monetaria” dominante
en aquella época, los bancos centrales debían asegurar su independencia
política centrándose en un solo objetivo (el control de la inflación de bienes
y servicios medida por el IPC) y un sólo instrumento (el tipo de interés al que
presta a la banca privada). Tras veinte años de experiencia parece conveniente
que la nueva Constitución europea (que reclamo como agua de mayo) se replantee
los objetivos y medios del BCE.
Entre los
grandes logros del BCE está su capacidad para controlar las expectativas
inflacionistas que los sindicatos incorporan en el momento de pactar el salario
nominal. Para el control de los elementos objetivos de la inflación, el BCE ha
contado con un aliado inmejorable: la entrada de emigrantes en un mundo cada
vez más globalizado. En los tiempos que corren, la inflación más
peligrosa ocurre en los mercados de activos. Me refiero a las burbujas
inmobiliaria y bursátil alimentadas con crédito bancario y abocadas a pinchazos
desestabilizadores. El BCE debiera ocuparse directamente de esas burbujas,
tomando medidas tan radicales como la prohibición de comprar activos con
crédito.
El BCE tampoco
puede desentenderse del buen funcionamiento del sistema financiero. En
circunstancias normales esto exige imponer unos coeficientes prudentes de
liquidez y solvencia. Pero si, por las circunstancias que sean, nos encontramos
inmersos en una crisis financiera, las autoridades monetarias han de garantizar
la liquidez y solvencia del sistema financiero. No la de cada banco en
particular, sino la del conjunto. Esto puede implicar medidas extraordinarias
como las aplicadas por la Fed norteamericana que ha financiado al Gobierno
federal a un tipo de interés libre de la prima de riesgo y que ha asumido
momentáneamente el coste de la recapitalización de la banca privada.
En la
nueva Constitución europea no debiera faltar un capítulo fundamentando al BCE
como una institución independiente y capaz de ejercitar todos los poderes
necesarios para prevenir y resolver las crisis financieras. Un sistema de
dinero fiduciario sin el respaldo de un auténtico banco central es como un país
sin ejército. Mejor si no se utiliza, pero ha de dejarse ver.
La Tribuna de Albacete (07/05/2014)