miércoles, 7 de mayo de 2014

El banco que ignoraba su poder

Un sistema de dinero fiduciario sin el respaldo de un auténtico banco central es como un país sin ejército

En julio del 2012 la situación financiera en el sur de Europa parecía insostenible. La refinanciación de la deuda pública española exigía pagar intereses del 7,6%, lo que representaba una prima de riesgo de 650 puntos básicos sobre el bono alemán. Algo parecido ocurría en Italia. Dada la magnitud de ambos países, resultaba inviable un rescate financiero al estilo de los implementados en Grecia, Portugal e Irlanda. Se temía, y con razón, que la quiebra financiera de los gobiernos y de los grandes bancos españoles e italianos, acabara con el euro. Alguien animó a Mario Draghi, Presidente del BCE, a coger el micrófono y pronunciar esta frase: “El BCE está dispuesto a hacer todo lo que haga falta para preservar el euro”. Bastó esta frase para que la prima de riesgo del bono español bajara 50 puntos. Sin necesidad de hacer nada relevante, ha seguido cayendo hasta los actuales 150 puntos. La tensión financiera en el sur de Europa y los ataques especulativos contra el euro desaparecieron como por ensalmo.
Los grandes inversores internacionales saben que un banco que gestiona la emisión de una moneda fuerte (como lo son el dólar y el euro) pueden tapar todos los agujeros que aparezcan en las finanzas públicas o en el sistema bancario. La clave está en que los ciudadanos confíen en la solvencia de esas monedas y las sigan utilizando como medios de cambio y depósitos de valor. No menos importante es la confianza en un banco central capaz de actuar como prestamista de última instancia. Pero, ¿entrarían en la legalidad europea este tipo de actuaciones?
El BCE se gestó en el Tratado de Maastrich de 1992. Según la “nueva política monetaria” dominante en aquella época, los bancos centrales debían asegurar su independencia política centrándose en un solo objetivo (el control de la inflación de bienes y servicios medida por el IPC) y un sólo instrumento (el tipo de interés al que presta a la banca privada). Tras veinte años de experiencia parece conveniente que la nueva Constitución europea (que reclamo como agua de mayo) se replantee los objetivos y medios del BCE.
Entre los grandes logros del BCE está su capacidad para controlar las expectativas inflacionistas que los sindicatos incorporan en el momento de pactar el salario nominal. Para el control de los elementos objetivos de la inflación, el BCE ha contado con un aliado inmejorable: la entrada de emigrantes en un mundo cada vez más globalizado. En los tiempos que corren, la inflación más peligrosa ocurre en los mercados de activos. Me refiero a las burbujas inmobiliaria y bursátil alimentadas con crédito bancario y abocadas a pinchazos desestabilizadores. El BCE debiera ocuparse directamente de esas burbujas, tomando medidas tan radicales como la prohibición de comprar activos con crédito.
El BCE tampoco puede desentenderse del buen funcionamiento del sistema financiero. En circunstancias normales esto exige imponer unos coeficientes prudentes de liquidez y solvencia. Pero si, por las circunstancias que sean, nos encontramos inmersos en una crisis financiera, las autoridades monetarias han de garantizar la liquidez y solvencia del sistema financiero. No la de cada banco en particular, sino la del conjunto. Esto puede implicar medidas extraordinarias como las aplicadas por la Fed norteamericana que ha financiado al Gobierno federal a un tipo de interés libre de la prima de riesgo y que ha asumido momentáneamente el coste de la recapitalización de la banca privada.
              En la nueva Constitución europea no debiera faltar un capítulo fundamentando al BCE como una institución independiente y capaz de ejercitar todos los poderes necesarios para prevenir y resolver las crisis financieras. Un sistema de dinero fiduciario sin el respaldo de un auténtico banco central es como un país sin ejército. Mejor si no se utiliza, pero ha de dejarse ver. 

La Tribuna de Albacete (07/05/2014)