miércoles, 23 de enero de 2013

James Buchanan, in memoriam

El primer artículo de la constitución económica 
propuesta por el premio Nobel de economía 
obligaba a equilibrar los presupuestos públicos


El pasado nueve de enero murió en Virginia (EE.UU.) James Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986. Tenía 93 años. ¿De qué se alimentarán los grandes economistas para ser tan longevos? El Nobel le fue concedido por su contribución seminal a la teoría económica de la política, sentando las bases contractuales y constitucionales que aseguran decisiones individuales y colectivas más acordes al bien común. Public Choice (Elección Pública) es el nombre de la escuela que fundó y de la revista donde publican sus discípulos.
Cuando Buchanan fue a estudiar economía en la Universidad de Chicago se definía como un “socialista libertario”. Le bastó un curso de Frank Knight para convertirse en un acérrimo defensor de la economía de mercado. Su interés por la política le llevó a interpretarla bajo el prisma del homo economicus, ese maximizador de utilidad o beneficio que protagoniza los textos de economía. Para que la operación tuviera éxito había que aceptar que también en la actividad política ocurre un proceso de intercambio.  En las decisiones colectivas (por ejemplo la votación parlamentaria donde se discute la construcción de una autovía o una autopista), negociamos para conseguir  la solución más acorde con nuestros intereses a un coste aceptable.
La primera sorpresa y paradoja con la se encontró Buchanan podría expresarse bajo una pregunta. “Si todos asumimos y aceptamos, que los agentes económicos buscan su propio interés cuando por la mañana toman decisiones sobre consumo, ahorro o inversión, ¿por qué hemos de suponer que, cuando por la tarde acuden a votar a la cámara legislativa, se convierten en ángeles que solo buscan el interés general?” El objetivo dominante, aunque tácito, del político es el poder; su razón de ser consiste en llegar al poder, aumentar el poder y perpetuarse en el poder. El enriquecimiento personal no parece tener la misma primacía, aunque tampoco habría que descartarlo, advierte.
La conclusión del premio Nobel no consiste en dejar vía libre a los políticos para que aumenten su poder en provecho propio y perjuicio general. Al contrario, lo que hay que hacer es delimitar el campo y las reglas de juego para obligarles a remar de manera que creen una corriente favorable a intereses más generales. Esa es la función que cumple la “constitución económica”. Con las actuales reglas de juego (este es su ejemplo preferido) es inevitable la tendencia a un déficit desbocado de las administraciones públicas. Hasta el político más novato sabe que gastar es la mejor palanca de votos. Si esos programas hubieran de financiarse aumentando impuestos los políticos serían más prudentes, pues podrían perder por la derecha los votos que ganan por la izquierda. Pero si se financian emitiendo bonos, que serán posteriormente erosionados por ese impuesto oculto llamado inflación, ¡todos contentos … y engañados! El primer artículo de la constitución económica propuesta por Buchanan obligaba a equilibrar los presupuestos públicos o poner un techo a la deuda pública. El partido que en los debates presupuestarios justificara la necesidad de un programa  adicional habría de explicar de dónde obtendría los recursos para financiarlo.
No hace falta advertir que se trata de una medicina amarga y controvertida; de esas que pueden ser peores que la enfermedad. Pero hay que reconocer que sus argumentos tienen peso y siguen siendo de rabiosa actualidad. Son muchas las noticias de la actualidad que evocan a Buchanan. Pensemos en los debates parlamentarios en los Estados Unidos para ampliar el techo de la deuda pública que mantienen al mundo en vilo cada seis meses. O recordemos la reforma constitucional aprobada súbitamente por el PSOE y el PP en junio de 2010 en la que se introdujeron límites constitucionales al déficit. ¿Y qué decir de la corrupción política? Si el Premio Nobel de 1986 leyera la prensa española, no se extrañaría ni escandalizaría de las cuentas en Suiza de nuestros políticos. Los consideraría como ejemplos que avalan la necesidad de limitar el campo de juego de la política y el tiempo de permanencia de los políticos sobre un terreno tan resbaladizo.


La Tribuna de Albacete (23/01/2013)