El primer artículo de la constitución económica
propuesta por el premio Nobel de economía
obligaba a equilibrar los
presupuestos públicos
El pasado
nueve de enero murió en Virginia (EE.UU.) James Buchanan, premio Nobel de
Economía en 1986. Tenía 93 años. ¿De qué se alimentarán los grandes economistas
para ser tan longevos? El Nobel le fue concedido por su contribución seminal a la teoría económica de la política, sentando
las bases contractuales y constitucionales que aseguran decisiones individuales
y colectivas más acordes al bien común. Public
Choice (Elección Pública) es el nombre de la escuela que fundó y de la
revista donde publican sus discípulos.
Cuando Buchanan fue a estudiar economía en la Universidad
de Chicago se definía como un “socialista libertario”. Le bastó un curso de
Frank Knight para convertirse en un acérrimo defensor de la economía de mercado.
Su interés por la política le llevó a interpretarla bajo el prisma del homo
economicus, ese maximizador de utilidad o beneficio que protagoniza los textos de economía. Para que la operación tuviera éxito había que aceptar que
también en la actividad política ocurre un proceso de intercambio. En las decisiones colectivas (por ejemplo la votación
parlamentaria donde se discute la construcción de una autovía o una autopista), negociamos para conseguir la solución más acorde con nuestros intereses a un coste aceptable.
La primera sorpresa y paradoja con la se encontró Buchanan
podría expresarse bajo una pregunta. “Si todos asumimos y aceptamos, que los
agentes económicos buscan su propio interés cuando por la mañana toman
decisiones sobre consumo, ahorro o inversión, ¿por qué hemos de suponer que,
cuando por la tarde acuden a votar a la cámara legislativa, se convierten en
ángeles que solo buscan el interés general?” El objetivo dominante, aunque
tácito, del político es el poder; su razón de ser consiste en llegar al poder,
aumentar el poder y perpetuarse en el poder. El enriquecimiento personal no
parece tener la misma primacía, aunque tampoco habría que descartarlo,
advierte.
La conclusión del premio Nobel no consiste en dejar vía
libre a los políticos para que aumenten su poder en provecho propio y perjuicio
general. Al contrario, lo que hay que hacer es delimitar el campo y las reglas de
juego para obligarles a remar de manera que creen una corriente favorable a intereses
más generales. Esa es la función que cumple la “constitución económica”. Con
las actuales reglas de juego (este es su ejemplo preferido) es inevitable la
tendencia a un déficit desbocado de las administraciones públicas. Hasta el
político más novato sabe que gastar es la mejor palanca de votos. Si esos programas hubieran de financiarse aumentando
impuestos los políticos serían más prudentes, pues podrían perder por la
derecha los votos que ganan por la izquierda. Pero si se financian emitiendo
bonos, que serán posteriormente erosionados por ese impuesto oculto llamado inflación,
¡todos contentos … y engañados! El primer artículo de la constitución económica
propuesta por Buchanan obligaba a equilibrar los presupuestos públicos o poner
un techo a la deuda pública. El partido que en los debates presupuestarios justificara
la necesidad de un programa adicional habría de explicar de dónde obtendría los
recursos para financiarlo.
No hace falta advertir que se
trata de una medicina amarga y controvertida; de esas que pueden ser peores que
la enfermedad. Pero hay que reconocer que sus argumentos tienen peso y siguen
siendo de rabiosa actualidad. Son muchas las noticias de la actualidad que
evocan a Buchanan. Pensemos en los debates parlamentarios en los Estados Unidos
para ampliar el techo de la deuda pública que mantienen al mundo en vilo cada
seis meses. O recordemos la reforma constitucional aprobada súbitamente por el
PSOE y el PP en junio de 2010 en la que se introdujeron límites constitucionales
al déficit. ¿Y qué decir de la corrupción política? Si el Premio Nobel de 1986 leyera
la prensa española, no se extrañaría ni escandalizaría de las cuentas en Suiza
de nuestros políticos. Los consideraría como ejemplos que avalan la necesidad de
limitar el campo de juego de la política y el tiempo de permanencia de los
políticos sobre un terreno tan resbaladizo.
La Tribuna de Albacete (23/01/2013)