miércoles, 5 de diciembre de 2012

Tres lecciones liberales para economistas keynesianos

Quienes tratan de controlar la economía desde arriba,
harían bien en recordar que no son dioses omniscientes y omnipotentes

La semana anterior analizábamos los rasgos principales de la visión keynesiana que los liberales harían bien en tener en cuenta. Keynes puso en evidencia que las economías capitalistas están limitadas por la demanda y sometidas a una incertidumbre fundamental. El resultado es la infrautilización de la capacidad productiva como norma y, de vez en cuando, una crisis general que suele tener su origen en el sector financiero. Pese a las apariencias, el mensaje keynesiano es profundamente optimista. A su entender el sector público puede y debe suplir las deficiencias de la iniciativa privada, sosteniendo a la demanda agregada en épocas de recesión y creando las instituciones que den estabilidad al sistema.
                Hasta aquí muchos podemos estar de acuerdo. Más difícil resulta digerir la pretensión del keynesianismo vulgar de controlar la economía desde arriba, como si de una máquina se tratara. Algunos textos de política económica más bien parecen manuales para fontaneros. El Estado se supone permanentemente envuelto en el circuito económico aumentando la presión en algunos tramos e incrustando válvulas de escape en otros. Phillips, aquel ingeniero y economista que dio el nombre a la famosa curva que relaciona la tasa de inflación con la tasa de desempleo, llegó a construir una máquina de vapor para explicar a sus alumnos el ciclo económico.
Ignoraba Phillips que los elementos que operan en ambos circuitos son muy diferentes. Ni el acero ni los electrones del circuito hidráulico tienen inteligencia ni voluntad.  Los agentes económicos sí la tienen y pueden utilizarla para escapar de los políticos. La curva de Laffer ilustra como una subida de los tipos impositivos puede llevar a una caída de la recaudación fiscal. Para evitara impuestos confiscatorios los ricos huirán a otros lugares o, simplemente, defraudarán al fisco. Muchos ciudadanos de a pie también perderán sus incentivos al trabajo, el ahorro y la inversión, que es la fuente de la renta y de la recaudación.
Los políticos intervencionistas responden a estas actitudes reforzando los controles y aumentando los estímulos a base de subvenciones y exenciones fiscales. Con el tiempo, la economía acaba atrapada por una maraña de reglamentos y subvenciones. Los mejores talentos de la economía no se dedican a crear riqueza sino a “cazarla”, es decir a conseguir exenciones fiscales, subvenciones y normas favorables. Son los “buscadores de rentas” a los que se refirió Gordon Tullock. Nos introducen en una economía pirata donde un grupo cada vez más restringido de personas crean la riqueza que será apropiada por el Estado para alimentar a sus huestes de funcionarios y, a continuación, redistribuir el remanente entre los cazadores de recompensas.
James Buchanan, premio Nobel de economía en 1986, llamó la atención sobre otra incongruencia de los planteamientos intervencionistas. Los manuales de economía asumen que los consumidores tratan de maximizar su utilidad y los empresarios sus beneficios. Sin embargo, en el último capítulo del manual, el relativo a la política económica, cambian de chips y asumen que los gestores públicos buscan el interés general y sólo eso. Aunque la mayoría de los políticos descartaran el enriquecimiento particular por métodos ilegales, seguirían teniendo objetivos personales. ¿Acaso no buscan llegar al poder, aumentar el poder y perpetuarse en el poder? Para conseguirlo no dudarán en multiplicar las subvenciones en los años electorales. El resultado no puede ser otro que un déficit desbocado que pesará como una lápida sobre los gobiernos y generaciones venideras.
Estas tres lecciones liberales se resumen en una: humildad. Los economistas keynesianos y, en general, todas las corrientes proclives a dirigir la economía y sociedad desde arriba, harían bien en recordar cada día que no son dioses omniscientes y omnipotentes. Sus diagnósticos se basan, por necesidad, en un conocimiento limitado de los hechos; su capacidad de controlar las variables económicas y la actividad de los agentes, todavía es más limitada. El hecho de que un político cuente con la bendición de las urnas no le hace santo, ni le da capacidad de hacer milagros. 

La Tribuna de Albacete (5/12/2012)