miércoles, 19 de diciembre de 2012

La fe, ¿losa sobre la ciencia?

Timor Domini initium scientiae


“La visión trascendente del hombre, ¿ayuda o perjudica la actividad investigadora?”. Esta fue la pregunta formulada a una mesa redonda de profesores en las recientes jornadas sobre Ciencia, Razón y Fe del foro de debate Universitas. “Ayuda y mucho”, concluyeron, cada uno a su estilo, una jurista, un lingüista y un bioquímico. Yo también había llegado a la misma conclusión aunque he de reconocer que mi itinerario no resultó fácil.
Davide, un profesor de la Universidad de Pisa, estaba realizando en Mayo de 2011 una estancia de investigación en la UCLM. Un día, después de su visita a Cuenca, se acercó a mi despacho para leerme la inscripción que encontró en la losa de un edificio histórico: Timor Domini, initium scientiae (“el temor de Dios debe estar en el inicio de la ciencia”). Mirándome con cierto sarcasmo concluyó: “Con semejantes losas era imposible que despegara la ciencia en España y en Italia”. 
No sin cierta desazón, me apresuré a investigar el origen y significado de la frase. Descubrí que provenía del libro de los Proverbios (1:7) y que, tras la Reforma de Trento, fue moda esculpirla en el frontispicio de seminarios y colegios universitarios. ¿Pero qué significaba exactamente “temor de Dios”? El catecismo me aclaró que el amor de Dios conllevaba el deseo de agradarle y el temor de ofenderle. Que el auténtico temor cristiano no provenía del miedo al castigo, sino del amor. Eso ya sonaba mejor.
Los códigos religiosos, al igual que los jurídicos, combinan las definiciones positivas (derechos y obligaciones) con las negativas (deberes y prohibiciones). Es conveniente ver el amor y el temor como cara y cruz de la misma moneda. La cara señala el horizonte y el motor de la actividad humana. La cruz delimita el camino, señalando las líneas rojas que no deben sobrepasarse so pena de caer al precipicio y arrastrar a otros. Los mandamientos de la ley de Dios, presentados en clave positiva se resumen en dos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. En clave negativa se concretan en tres prohibiciones básicas: “no matarás, no robarás, no mentirás”.
Creyente, ateo o agnóstico, al científico ha de aterrorizarle la mera posibilidad de matar, robar y mentir. Este temor no le hace menos científico. Al contrario, le protege de las presiones externas y de las pasiones internas que ofuscan la razón humana. Gracias a la ley natural, puede la conciencia personal caminar por terreno firme. Faltando esa referencia objetiva cualquiera justificará la muerte de un ser humano para mejorar el bienestar de otro; o robar al rico (mi vecino) para satisfacer al pobre (yo); o mentir para salvar su reputación. Las consecuencias están a la vista de todos.
Veamos ahora la cara de la moneda. El científico, como cualquier persona, tiene unos objetivos y unos móviles. El cristiano los concreta en el amor de Dios y el amor del prójimo, dos amores que no pueden declinarse por separado. El amor es el motor más exigente, pero también el más potente y fiable. Los que ya llevamos muchos años en la academia nos atrevemos a predecir el recorrido de cada nuevo investigador a la vista de sus intereses y móviles dominantes. Los que se mueven exclusivamente por dinero bailarán al son de los mecenas de turno; sus aportaciones genuinamente científicas serán más bien escasas. A decir verdad, es la honra, no la hacienda, lo que mueve a la mayoría de científicos. Bien está el aspirar a una publicación en una revista de impacto, a un sexenio de investigación o a una cátedra. Pero cuando estos honores se convierten en el único motor del quehacer universitario es de temer que la carrera científica acabe pronto y mal. ¡Cuántos genios se han malogrado al convertirse en funcionarios!

Lo acepto. Hay científicos creyentes que dan un ejemplo nefasto. ¿Dónde estará el problema? ¿En la religión o en una interpretación superficial y tendenciosa de la religión? Hay, por otra parte, científicos no creyentes que merecen toda nuestra admiración pues, con las solas luces de la razón, han desarrollado su inteligencia al servicio de la sociedad. La pregunta que queda pendiente es: ¿Dónde hubieran llegado esas personas tan inteligentes de haber sido movidas por el amor y temor de Dios?


La Tribuna de Albacete (19/12/2012)