Timor Domini initium scientiae
“La visión
trascendente del hombre, ¿ayuda o perjudica la actividad investigadora?”. Esta
fue la pregunta formulada a una mesa redonda de profesores en las recientes
jornadas sobre Ciencia, Razón y Fe del
foro de debate Universitas. “Ayuda y
mucho”, concluyeron, cada uno a su estilo, una jurista, un lingüista y un
bioquímico. Yo también había llegado a la misma conclusión aunque he de
reconocer que mi itinerario no resultó fácil.
Davide, un
profesor de la Universidad de Pisa, estaba realizando en Mayo de 2011 una
estancia de investigación en la UCLM. Un día, después de su visita a Cuenca, se
acercó a mi despacho para leerme la inscripción que encontró en la losa de un
edificio histórico: Timor Domini, initium
scientiae (“el temor de Dios debe estar en el inicio de la ciencia”). Mirándome
con cierto sarcasmo concluyó: “Con semejantes losas era imposible que despegara
la ciencia en España y en Italia”.
No sin cierta
desazón, me apresuré a investigar el origen y significado de la frase. Descubrí
que provenía del libro de los Proverbios (1:7) y que, tras la Reforma de Trento,
fue moda esculpirla en el frontispicio de seminarios y colegios universitarios.
¿Pero qué significaba exactamente “temor de Dios”? El catecismo me aclaró que
el amor de Dios conllevaba el deseo de agradarle y el temor de ofenderle. Que el auténtico temor cristiano no provenía
del miedo al castigo, sino del amor. Eso ya sonaba mejor.
Los códigos
religiosos, al igual que los jurídicos, combinan las definiciones positivas
(derechos y obligaciones) con las negativas (deberes y prohibiciones). Es
conveniente ver el amor y el temor como cara y cruz de la misma moneda. La cara
señala el horizonte y el motor de la actividad humana. La cruz delimita el
camino, señalando las líneas rojas que no deben sobrepasarse so pena de caer al
precipicio y arrastrar a otros. Los mandamientos de la ley de Dios, presentados
en clave positiva se resumen en dos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a ti mismo”. En clave negativa se concretan en tres prohibiciones
básicas: “no matarás, no robarás, no mentirás”.
Creyente,
ateo o agnóstico, al científico ha de aterrorizarle la mera posibilidad de matar,
robar y mentir. Este temor no le hace menos científico. Al contrario, le protege de las presiones
externas y de las pasiones internas que ofuscan la razón humana. Gracias a la ley
natural, puede la conciencia personal caminar por terreno firme. Faltando esa
referencia objetiva cualquiera justificará la muerte de un ser humano para
mejorar el bienestar de otro; o robar al rico (mi vecino) para satisfacer al
pobre (yo); o mentir para salvar su reputación. Las consecuencias están a la
vista de todos.
Veamos ahora
la cara de la moneda. El científico, como cualquier persona, tiene unos
objetivos y unos móviles. El cristiano los concreta en el amor de Dios y el
amor del prójimo, dos amores que no pueden declinarse por separado. El amor es el
motor más exigente, pero también el más potente y fiable. Los que ya llevamos
muchos años en la academia nos atrevemos a predecir el recorrido de cada nuevo
investigador a la vista de sus intereses y móviles dominantes. Los que se mueven exclusivamente por dinero
bailarán al son de los mecenas de turno; sus aportaciones genuinamente científicas
serán más bien escasas. A decir verdad, es la honra, no la hacienda, lo que mueve
a la mayoría de científicos. Bien está el aspirar a una publicación en una
revista de impacto, a un sexenio de investigación o a una cátedra. Pero cuando
estos honores se convierten en el único motor del quehacer universitario es de
temer que la carrera científica acabe pronto y mal. ¡Cuántos genios se han
malogrado al convertirse en funcionarios!
Lo acepto. Hay científicos creyentes que dan un ejemplo nefasto. ¿Dónde estará el
problema? ¿En la religión o en una interpretación superficial y tendenciosa de
la religión? Hay, por otra parte, científicos no creyentes que merecen toda nuestra
admiración pues, con las solas luces de la razón, han desarrollado su
inteligencia al servicio de la sociedad. La pregunta que queda pendiente es: ¿Dónde
hubieran llegado esas personas tan inteligentes de haber sido movidas por el
amor y temor de Dios?
La Tribuna de Albacete (19/12/2012)