miércoles, 9 de mayo de 2012

Estrategias para diluir la deuda

Justo es que los bancos compartan ahora
el coste de la reestructuración de la deuda

El diagnóstico de la crisis que estalló en septiembre de 2008 es claro: “borrachera de crédito”.   Banqueros y economistas olvidaron que, por definición, todo crédito implica una deuda y que las deudas conllevan unos pagos que no se interrumpen aunque la economía sufra una recesión de caballo.  El servicio de la deuda es, hoy por hoy, el principal lastre para la recuperación económica.     
                Las autoridades europeas están estudiando la conveniencia de relajar el ritmo de la consolidación y empiezan a hablar de políticas de crecimiento.  Ciertamente, sin crecimiento económico las políticas de austeridad resultan contraproducentes.  Pero no menos cierto es que para que la economía privada se recupere hay que aligerar el peso de la deuda. ¿Cómo vamos a pedir a un deportista convaleciente que empiece a correr con 70 o 100 kilos a la espalda?
No hablamos de condonar deudas, que supondría un premio para los irresponsables y les animaría a seguir endeudándose.  Se trata de facilitar la devolución de la deuda, haciendo partícipes a los acreedores del coste del ajuste. Los bancos son los principales responsables de la crisis financiera que padecemos.  Ellos propiciaron y se beneficiaron de las burbujas inmobiliarias y bursátiles que desembocaron en la crisis del 2007-8.  Justo es que ahora compartan el coste de la reestructuración de la deuda.   Lo que no parece ni justo ni eficiente, es que los contribuyentes europeos deban rascarse el bolsillo cada seis meses para rescatar a gobiernos insolventes y mantener los beneficios de los bancos que les prestaron de forma imprudente.
                Cada tipo de deuda reclama unos ajustes particulares.  Admitir la dación en pago podría aliviar la carga hipotecaria de las familias, como ha ocurrido en EE.UU.  Los norteamericanos incapaces de hacer frente a la hipoteca, dejan las llaves del piso encima del mostrador y empiezan una nueva vida.  Los deudores españoles, después de quedarse sin empleo y sin casa, han de refugiarse en la economía sumergida para escapar del banco que persigue sus rentas.  Como las leyes no pueden ser retroactivas, el Gobierno español debería animar a los bancos a modificar las cláusulas de los contratos antiguos. Posiblemente bastaría un mensaje del siguiente tenor: “Sólo los bancos que acepten la dación en pago de todas sus hipotecas podrán recurrir a ayudas públicas en caso de necesidad”. 
                Para aliviar la carga de las grandes empresas habría que favorecer la conversión de obligaciones y créditos en acciones.  Los antiguos acreedores (bancos incluidos) se convertirían en accionistas y podrían recuperar todo o casi todo el importe de su inversión cuando la empresa saliera a flote.  La ayuda a las PYMES podría canalizarse a través del crédito oficial.  El ICO compraría, con el consiguiente descuento, su deuda y la reestructuraría para sacar la empresa a flote, permitiéndole pagar sus deudas en un plazo razonable. 
                Algo parecido podría hacer el BCE con la deuda soberana de los estados en apuros.  La comprarían en el mercado, a su actual precio de saldo, y la reestructuraría de manera que los gobiernos pudieran devolverla en un espacio temporal más amplio y a un interés razonable.  El déficit español, y las presiones sobre la prima de riesgo que lleva asociadas, dejarían de ser problemas si el nuevo acreedor (el BCE) aceptara un periodo de carencia para el servicio de la deuda.
                La inflación es otra forma de “disolver” el problema de la deuda, muy frecuentado por los gobiernos con apuros financieros.  Últimamente suena mucho el recurso a la creación de un banco malo.  Otro día hablaremos más despacio de estas estrategias.  Lo importante es aclarar quién paga los platos rotos.  Porque alguien habrá de pagarlos, ¿no?

La Tribuna de Albacete (9/12/2012)