Los que vivimos la transición política en
la universidad sabemos lo difícil que fue hasta que la Constitución de 1978 iluminó
el panorama. El un curso fue imposible disfrutar de cinco días seguidos de
clase. Los estudiantes pensaban que les correspondía a ellos solucionar todos
los problemas de la humanidad con la misma receta: huelgas. Los profesores (en
particular, los “penenes”) se instalaron en la huelga permanente. Sabían que,
siendo ilegal cualquier huelga, nadie se atrevería a reducirles el sueldo.
La Constitución de 1978 reconoció el
derecho de huelga y la hizo suficientemente gravosa para asegurar su seriedad.
Cada hora no trabajada descontaba. ¡Sorpresa!, se acabó la epidemia de huelgas.
Los problemas siguieron, por supuesto, pero la mayoría de la gente comprendió
que habían de resolverse siguiendo los cauces del Estado democrático de
Derecho.
En el inicio del curso actual tuve la
impresión de que volvíamos al régimen preconstitucional. En septiembre, un
puñado de extremistas, que no representaban para nada a la sociedad española (mucho
menos a la palestina), se amotinaron para reventar la Vuelta ciclista. En
octubre, los sindicatos convocaron paros de baja intensidad que se convertirían
en huelgas generales si lograban implicar al transporte. El comunicado sindical rezaba: “buscamos una redistribución del gasto público en
favor de los trabajadores y de las trabajadoras, y luchamos contra el auge de
la inversión pública en partidas destinadas a la defensa y a la militarización”.
¿Alguno de los que se cruzaron de brazos sabría interpretar esta frase? ¿Alguno de los huelguistas asumió la reducción del sueldo
por las horas no trabajadas?
Me desvelé. Era como si
volviéramos a los años preconstitucionales, donde no había un estado
democrático de derecho, ni democracia, ni nadie asumía responsabilidad personal
del deterioro de la convivencia social.
La Tribuna de Albacete (27/10/225)