No deja de sorprenderme el creciente interés de la cultura atea por presentar sus programas políticos bajo el marchamo de la ética. O inventar nuevos derechos y delitos que pronto se convertirán en dogmas.
El lema más vitoreado por la izquierda radical resuena
así: “Enterraremos los dogmas de la derecha radical creando derechos y más
derechos”. Los presentan como un triunfo de la democracia que (¡oh, sorpresa!)
nadie puede cuestionar. Como los columnistas de un periódico local estamos
fuera del foco político, yo sí me tomaré la licencia de opinar al respecto. Mi
opinión estará basada en los pilares que levantaron la civilización occidental.
A saber: la ética judeo-cristiana, la filosofía griega, el derecho romano y el
estado democrático de derecho alumbrado por la Ilustración.
Los principios y derechos fundamentales derivan de la
dignidad de la persona. El derecho a la vida, la igualdad, y la libertad son,
por tanto, anteriores a cualquier organización política. El Estado puede
“declararlos”, no crearlos ni suprimirlos. Y si no estás de acuerdo, no te
enfades cuando un nuevo Gobierno desmonte tu chiringuito.
Son principios generalistas, se aplican a todas las
personas. Todo lo contrario de la cultura woke que identifica un grupo “marginado” para arroparlo con derechos exclusivos. Suelen ser grupos minoritarios. Pero si
la suma de todos ellos (más simpatizantes) representa el 51% de los escaños del Parlamento puede
resultar que las minorías exploten a la mayoría social de un país. Y lo que es
más grave: que mayorías contingentes ahoguen la verdad sobre la persona humana.
El paso siguiente consiste en inmortalizar estos
principios y derechos bajo el escudo de lo “políticamente correcto”. Quien se
atreva a criticarlos es reo de muerte política y civil. Spoiler: Afortunadamente,
se trata de un gigante con los pies de barro que sucumbirá bajo el peso de sus
propias contradicciones.
La Tribuna de Albacete (18/11/2024)