Tras la Segunda Guerra Mundial, los viejos países
europeos comprendieron la necesidad de compartir un mismo paraguas para
asegurar la paz y conseguir metas que interesaban a todos pero que difícilmente
podían conseguirse por separado. Países como España testifican la importancia
de contar con un mercado de 500 millones de habitantes que te obligaba a ser
competitivo, con ayudas sociales en momentos de necesidad y con un marco
institucional que dificulta las veleidades contra el Estado democrático de Derecho.
Como cualquier institución humana, la UE es un
claroscuro. Las críticas más repetidas contra ella aluden al centralismo, la burocratización
y el intervencionismo asfixiante. En Bruselas se ha instalado una cohorte de
funcionarios que conviven con los grupos de presión más variopintos y que se
han empeñado en controlar nuestras vidas para hacernos felices. ¡Qué horror!
La solución consiste en volver a los principios fundantes
de nuestra Unión. El artículo 5 del Tratado de la UE deja claro que las
instituciones europeas han de limitarse a las competencias que le han sido expresamente
atribuidas y lo harán respetando los principios de proporcionalidad y
subsidiariedad. La protección del medio ambiente no puede significar la
eliminación de la ganadería porque los gases de las vacas lleven metano. El
principio de subsidiariedad obliga a asignar cada función al nivel de gobierno que
está más cerca del ciudadano, siempre que pueda ejercerla eficazmente. Obliga
también a respetar la libre iniciativa privada. Este principio lo introduce la Economía
Social de Mercado que dominó la reconstrucción alemana tras la guerra mundial.
Lamentablemente fue barrido por el Estado del Bienestar anglosajón que, en
palabras de W. Beveridge, debía cuidar del individuo “desde la cuna a la
sepultura”.
Este es lo peor que nos puede ocurrir. Que el
intervencionismo ahogue la iniciativa privada. Que las subvenciones discrecionales
de la UE nos haga dormir atados a la pata de los políticos de turno.
La Tribuna de Albacete (10/06/2024)