Entre
el Domingo de Ramos y el Domingo de Resurrección pasaron muchas cosas. La
muchedumbre que le aclamaba días atrás acabó pidiendo su crucifixión, acosada
por los líderes religiosos y políticos del país. Hasta sus discípulos le
abandonaron. Solo se salvó el más joven, Juan, arropado por la Virgen María y
unas pocas mujeres. Cristo fue flagelado y condenado a muerte. Murió el
viernes, sobre las tres de la tarde, entre dos malhechores.
Pero
la historia no acabó aquí. A primera hora del domingo, Cristo resucitó y se
apareció a los discípulos en varias ocasiones para explicarles las Escrituras. Les advirtió que era necesario que el Mesías muriera
para que conociéramos la gravedad del pecado. Que muriera en una cruz para
dignificar las cruces con las que inevitablemente habremos de enfrentarnos en
nuestro camino por este valle de lágrimas.
Antes
de ascender al cielo, Cristo instituyó la Iglesia para acompañarnos en el
camino hacia Dios que no es otro que la ayuda al prójimo. Dios sigue respetando
nuestra libertad para elegir entre el bien y mal. Comprende nuestras caídas
pues conoce bien el barro del que estamos hechos. Afortunadamente, a partir de
su resurrección tenemos asegurada la luz y fuerza del Espíritu Santo que anima
la Iglesia y a cada uno de nosotros.
La
experiencia vital (propia y ajena) me ha confirmado dos verdades. Los caminos
del Señor no son nuestros caminos. Solo por los caminos del Señor llegamos a la
verdad que otorga pleno sentido a la vida.
La Tribuna de Albacete (02/04/24).